No me resisto a colgar este delicioso vídeo...
jueves, 23 de julio de 2009
miércoles, 8 de julio de 2009
24 hours party...
Ha sido un fin de semana de Orgullo, precedido de un concierto de Kylie, que danzó como una cariátide esculpida en pop. Hoy iré al concierto de Pet Shop Boys. Es una sensación extraña. Como si pidiera prórrogas. Un sentimiento que me hace querer seguir siendo el mismo, aunque no lo sea. Digamos, una nostalgia. Con todas sus letras.
Y ahora, casi invariablemente, la fiesta y el desenfreno me lleva a pensar en el lamentable momento de la salida, del fin, del cierre. Pura resistencia, miedo o acojone a las candilejas apagadas, las bambalinas vacías, el telón caído. Algunos amigos se fueron para siempre. Otros están heridos. Otros se han retirado. Pero ninguno tiene ya la sonrisa delincuente de los 20 años, ni el brillo que da la fútil sensación de eterna inmunidad, jodidamente libres. Qué mierda.
Aunque no quiera, me reflejo en los turbios personajes de "24 hours party peopel", "Control", o "Cuernos de espuma". Vives una dulce y desoladora agonía cuando cesa la música en Ohm, en Charada, en la casa de un amigo, y el alba raya Madrid como un cuchillo. Esto no es Manchester. Abandonas el naufragio de meteoritos, avanzando lentamente por la Gran Vía Láctea, en dirección a la Plaza de España; dejando atrás ese parnasso delictivo en el que conviven poetas ocasionales y traficantes de sueños. Te masturbas solo, escuchando New Order, o a los Smiths, o a The Cure. Porque prefieres ya esa soledad amueblada por ti, ese placer predecible, esa mecánica cuántica, a una compañía incierta y nómada en la que no crees. Te dices que has perdido la fe en la leyenda que, alguna vez, leíste en el traicionero frontispicio de la noche, donde unas letras multicolor anunciaban: "de aquí no se sale nunca". Se sale. Y duele.
Good bye, Michael.
Y ahora, casi invariablemente, la fiesta y el desenfreno me lleva a pensar en el lamentable momento de la salida, del fin, del cierre. Pura resistencia, miedo o acojone a las candilejas apagadas, las bambalinas vacías, el telón caído. Algunos amigos se fueron para siempre. Otros están heridos. Otros se han retirado. Pero ninguno tiene ya la sonrisa delincuente de los 20 años, ni el brillo que da la fútil sensación de eterna inmunidad, jodidamente libres. Qué mierda.
Aunque no quiera, me reflejo en los turbios personajes de "24 hours party peopel", "Control", o "Cuernos de espuma". Vives una dulce y desoladora agonía cuando cesa la música en Ohm, en Charada, en la casa de un amigo, y el alba raya Madrid como un cuchillo. Esto no es Manchester. Abandonas el naufragio de meteoritos, avanzando lentamente por la Gran Vía Láctea, en dirección a la Plaza de España; dejando atrás ese parnasso delictivo en el que conviven poetas ocasionales y traficantes de sueños. Te masturbas solo, escuchando New Order, o a los Smiths, o a The Cure. Porque prefieres ya esa soledad amueblada por ti, ese placer predecible, esa mecánica cuántica, a una compañía incierta y nómada en la que no crees. Te dices que has perdido la fe en la leyenda que, alguna vez, leíste en el traicionero frontispicio de la noche, donde unas letras multicolor anunciaban: "de aquí no se sale nunca". Se sale. Y duele.
Good bye, Michael.
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