miércoles, 27 de marzo de 2019

A mis treinta y diez...

El congreso kamosisa se reunió para hacer balance, fijar criterio, dictar sentencia. El único punto del orden del día era el treinta y diez cumpleaños del kamosisa. 

¿Se trataba de un ecuador, una estación de paso, un rubicón, un cul de sac? ¿Estaba la kamosisez intrínsecamente unida a la juventud? ¿era un estado del ser, por tanto, fugaz, perecedero, evanescente?

¿Quién era el kamosisa, de dónde venía, adónde iba? Quo vadis, Kamosisa? 

La pregunta turbia, trágica, amenazante, sobrevolaba la cumbre.

De ser así, el kamosisa sería una ilusión, un sueño que se esfuma. Tal vez ya ni si quiera existiría. Su recuerdo, todos estos post, se habrían perdido como lágrimas en la lluvia. 

Entonces, ante gritos de admiración y asombro, el kamosisa apareció en la cumbre de los treinta y diez. Tenía la mirada menos ingenua, más lustros sobre los hombros, las vértebras algo forzadas. Pero se sostenía. Caminaba un poco como un replicante de cuarta generación: más metálico, más plástico. Los niveles de carne humana, sin duda, habían menguado, dejando paso a la química. Pero era él. La kamosisez se caracteriza por su alevoso pacto con el diablo. Es un acuerdo dermo-estético, una equívoca escapada farmacológica. 

Y saludando al mundo, como si de un hombre nuevo se tratara, un Zaratustra que no puede ocultar el óxido de sus bisagras, gritó:

"A mis treinta y diez he aprendido a lamerme las heridas. No me quejo. Estaban dulces. Podéis mojar vuestro pan en ellas. O vuestros fartons, si sois valencianos.

A mis treinta y diez me he ido al carajo tantas veces que ya tengo puntos Iberia para viajar gratis allí.

A mis treinta y diez he aprendido a renovar mi piel: la ropa, los complementos, los potingues son las prótesis en las que vivo, la epidermis externalizada que me protege del aire.

A mis treinta y diez las glándulas de los sueños están más secas, pero aún florecen plantas carnívoras."

Y como si fuera un fantasma o una deidad india, el Kamosisa renovado, el Kamosisa Zaratustra, el KamaSutra de sí mismo, emesías de su propia ruina, predicador sin salmo, desapareció dejando una estela de humo a sus espaldas.

Ingresando en una nueva y desconocida dimensión del tiempo y el espacio.