domingo, 30 de marzo de 2008

Queerer

Corría el año 95 ó 96 y yo tenía 16 ó 17 años, y era un dulce adolescente sin identidad pero con un hermoso y monumental lío encima.

Estaba en casa de mi amigo Nacho. Era verano. Nacho y yo jugábamos al apasionante juego adolescente de descubrir quiénes éramos, empleando en esta búsqueda mucha música, mucho cine, muchos libros y haciéndonos muchas pajas.

Recuerdo perfectamente la escena: el fantástico piso de Nacho en una zona privilegiada de Málaga; el balcón cayéndose sobre los pinos y el mar; la noche metiéndose en el gran salón, y Nacho y el Kamosisa hablando, como siempre, de cine.

Hablando, en concreto, de Techiné y de "Los juncos salvajes", de lo que suponen los prejuicios sociales y psicológicos en torno al género y la identidad sexual, de si Nacho no se identificaba con el rol de macho ibérico a pesar de ser heterosexual, y de si yo era o no gay, que empezaba, tímidamente y con el apoyo de amigos heterosexuales como Nacho, a serlo.

Y entonces, no sé por qué, Nacho puso un disco de su admirado Javier Álvarez, y sonó "Un, dos, tres, cuatro", una canción sobre lo que supone la mili para un homosexual, en la que se dicen frases como ésta:

"qué hay de malo en ir, pásatelo bien, aprovecha, ve a aprender...
A ser dulce, humilde y un poco loco, y no a hombre quiero tender
aunque hombre ya nací"

"No está nada mal que te enseñen a temer por si el coco viene una vez ,
las garras a ofrecer, la sonrisa a proteger y la lágrima contener.
El calor aprieta, el amigo se va y seguimos sin cambiar.
Respetar el miedo conduce a más, por su aro hay que pasar
y te tienes que callar..."

Hoy la he recordado con un nudo en la garganta, y pongo este vídeo de Javier Álvarez en el centro cultural de Conde Duque, en una actuación por aquellos años.

La canción me acompañó en mi viaje de 8 años a Madrid, y fue un útil recetario para un adolescente en busca de identidad. Qué tiempos alegres y confusos, qué tiempos aquéllos, coño.


Enésima vez

¿Cuántas veces se ha repetido la misma historia, 20, 30, 100? ¿Cuántos domingos he amanecido con una equivocación más en la cama? 

Y por cierto, ¿cuándo me haré rico, de una vez por todas, y para siempre, redactando el catálogo mundial de ideas, motivos y coartadas inverosímiles para echar suavemente al intruso y recuperar la dignidad y tranquilidad perdida? Podría titularlo: "Cómo invitar y echar de tu casa a gente de manera exquisita en pocas horas. 100 fórmulas".

¿Qué nos hace caer, una y otra vez, en el error? ¿El alcohol -que relaja tu alerta-, los flashes de la discoteca -que te impiden ver bien-, o la música atronadora -que evitan que escuches bien lo que te dicen-? 

La soledad, o estar hundido en la más puerca de las miserias, como dice Lupita, es lo que queda del día soleado.

Escribo estas apesadumbradas líneas desde mi nuevo y flamante MacBook blanco institucional, más perita y mariquita que ninguno de los portátiles que he tenido. Te dan ganas de tener las uñas nacaradas sólo para teclear en este glamouroso artefacto con el que proyecto absurdas ocurrencias al proceloso océano de la blogosfera. Es probable que gracias a este bello aparatito escriba más y mejor, con una gramática más minimal, un discurso más apple. Decía McLuhan que el medio es el mensaje, luego tal vez el mensaje de mi vida cambie cambiando de medio, y entre en la nueva fase Mac. 

El café, un zumo de naranja, leer el periódico. En suma, olvidar, reconstruirse, pasar como se puede el dolor de cabeza, eliminar los gin-tonics de la sangre. Y cualquier cosa es buena para sacudirse el tabaco de la noche pegado a tu piel. Una buena ducha, Listerine para erradicar el sabor de boca agazapado entre tus dientes, cambiar las sábanas.  Pero la pregunta del millón es...

¿Cómo limpiamos el alma?

Hasta el próximo enésimo domingo.

domingo, 23 de marzo de 2008

Fase logófoba

Querido Roland Barthes:



Debe ser el aromático incienso de la Semana Santa que embadurna las calles con mala literatura: estoy logófobo. Rechazo la estritura. Trituro ideas pero no las plasmo, me quedo con ellas sin que lleguen a condensarse en fonemas ni morfemas. Antes, he pasado por fases logofágicas, en las que aspiraba a devorar el Texto del Mundo; o logofílicas; logofétidas, logócratas, hipológicoas y superlógicas. Y hasta logísticas. Toda las perversiones que constelan la relación entre persona y lenguaje se han encarnado con este fetichista del verbo hasta vaciarlo de sentido.



Esta breve gramática que ahora presento es una prótesis: hurgo en la recámara casi extinta de mi hipotálamo buscando fósiles verbales, esputos lógicos y fugaces hurtos con los que coso un intertexto, un balbuceo de terciopelo. Decía Rimbaud, en la Carta de un Vidente, que los poetas son multiplicadores de progreso, que su poesía tenía la misión de robar el fuego eterno. Ahora, me falta el fuego eterno del amor: el desierto disecado de esta Semana Santa ha dejado al amor sin este sujeto, mera excusa. Apenas una coma, la pausa de un paréntesis.



No sé si es grave, Sr. Barthes. Aquí le dejo estas notas, para su conocimiento. Texto sin sujeto. He desaparecido.

Sin nadie, sin texto, sin causa. Hasta la Semana Santa de 2009.

jueves, 20 de marzo de 2008

Desapariciones

El lunes después de la resaca del fin de semana viví un episodio esclarecedor.

Salí al encuentro de un radiante día de Semana Santa con el único propósito de hacer algunas compras desordenadas y vaguear por los callejones medio derruidos de un centro semiderruido, como es el de Málaga. En el callejón que corre paralelo al mío, que hasta la fecha no había pasado de ser un desfiladero estéril sólo poblado por ratas y flanqueado por decimonónicos edificios abandonados, encontré una vieja tienda de libros usados. Tras recorrer antiguas ediciones desvencijadas de libros que ya hay en la biblioteca de mis padres, salí y proseguí mi camino. A los cien metros, encontré otra librería de segunda mano, esta más grande. Entré.

Se trataba de un local amplio, desordenado, con montañas de libros extremadamente viejos y mohosos apilados por doquier, sin seguir un orden aparente o, al menos, identificable a simple vista. Sonaba un delicioso jazz de fondo y con esta escenografía tan rara en esta ciudad impía no pude más que dejarme llevar y preguntar al librero sobre un ejemplar de Antonio Gramsci que me vino de repente a la memoria. Tras consultar en el ordenador y decirme otro título del mismo autor, seguí avanzando y perdiéndome por aquella extraña y laberíntica gruta de libros. Entonces, di con una montaña mágica de ejemplares, que surgía del suelo como una estalagmita de papel: libros de Foucault, de Jung, de Gaston Bachelard, y sobre todo, uno de Roland Barthes: "Fragmentos del discurso amoroso".

Se trataba de un ejemplar desvencijado, añejo, con hojas torcidas y desguazadas, algunas de ellas incompletas, y manchadas con lamparones oscuros, en las que, sin embargo, se podían leer párrafos como este:

"Espero una llegada, una reciprocidad, un signo prometido. Puede ser fútil o enormemente patético. Todo es solemne: no tengo sentido de las proporciones.Hay una escenografía de la espera: la organizo, la manipulo, destaco un trozo de tiempo en que voy a imitar la pérdida del objeto amado y provocar todos los afectos de un pequeño duelo, lo cual se representa, por lo tanto, como una pieza del teatro.

La espera es un encantamiento: recibí la orden de no moverme. La espera de una llamada telefónica se teje así de interdicciones minúsculas, al infinito, hasta lo inconfesable: me privo de salir de la pieza, de ir al lavabo, de hablar por teléfono incluso; sufro si me telefonean; me enloquece pensar que a tal hora cercana será necesario que yo salga, arriesgándome así a perder la llamada.

Todas estas diversiones que me solicitan serían momentos perdidos para la espera, impurezas de la angustia. Puesto que la angustia de la espera, en su pureza, quiere que yo me quede sentado en un sillón al alcance del teléfono, sin hacer nada.El ser que espero no es real. El otro viene allí donde yo lo espero, allí donde yo lo he creado ya. Y si no viene lo alucino: la espera es un delirio. "

Roland Barthes se pasó toda su vida buscando una literatura sin sujeto: un lenguaje formal, autogenerado e impersonal, una red autónoma de fragmentos que se dicen a sí mismos. Y después de tejer y destejer el laberinto, se dio cuenta de que él mismo estaba atrapado dentro, en el epicentro del mismo, viviente y sufriente, y que había construido todo ese entramado sólo para desaparecer, para autoborrarse, para camuflarse bajo los escombros del lenguaje.

Como en un cuento borgiano, hallé la felicidad en esa librería. El propósito de Barthes era la metáfora de aquel lugar, que a su vez, muy pronto iba a ser la metáfora de mi vida.

Desaparecí en la dulce ruina del dédalo de libros, jardín de palabras que germinaban en oscuros órdenes provocándome una anestésica pérdida de identidad. Me perdí, y apenas salí con dos libros en una bolsa, y con mi yo sepultado, exluido, olvidado.

Y siguiendo por la calle, menos ruinosa, más ciudad, encontré una gran librería de primera mano. Y entré. No había jazz, sino un silencio administrativo, con matices de caja registradora y asepsia de hilo musical. Los anaqueles respondían a una taxonomía clásica, así como las plantas de la librería. La razón separaba los libros, troceaba el discurso de fragmenos que había vivido en la cueva de libros usados. No encontré nada, salvo la respuesta fría y distante de la cajera cuando le pregunté por el mismo libro de Gramsci, autor cuyo apellido tuve que deletrear ante su profesional desconocimiento.

En aquella librería industrial, moderna y ordenada, recuperé, por desgracia, mi yo.

Se busca libro, libros, librería, laberinto, discurso de fragmentos, en el que volver a disolverme, en el que volver a desaparecer.

Razón: este blog.

martes, 11 de marzo de 2008

Lo nuestro... ¿lo mío?

Y cuando miré en el interior, el elefante rosa resultó ser negro por dentro. El algodón prometido era carbón y no había azúcar, sino hiel.

Ahora puedo decir, como decía Sabina, aquello de "lo nuestro duró, lo que duran dos peces de hielo en un Whisky on the rocks". La explicación es automática cuando el desfase generacional hace que la otra persona ni siquiera haya oído hablar de "La bola de cristal". Culombio, culombio, y me pego un voltio. Seamos realistas: pertenezco a eso que se ha denominado "generación nocilla" y la sentimentalidad pegamoide, electroduente, el regusto de la nocilla y las tardes de tulipán son iconos sagrados de nuestra vida. Dragones y mazmorras, un mundo infernal.

Ya lo decía mi abuela. Esto pinta mal. La infancia de los fruitis y los teletabis ya apuntaban hacia una juventud corrupta, falta de valores éticos y morales, y abducida por el ansia de dinero y materialismo de Fama, Paris Hilton y la anorexia. Total, que me divorcié, o me divorció. O nos divorciamos. O nos divorciaron. Un verbo tan complejo que él solito fue capaz de poner patas arriba a la Iglesia española y eso que los gramáticos aún no le entraron al trapo. El encanto del pequeño david de Donatello, y los momentos acurrucado en su terrible inocencia destructiva, se perdieron para siempre como lágrimas en la lluvia.

Estoy feliz por la victoria -merecida, soñada, necesaria- electoral. Ahora un mundo de incógnitas se abre ante mí. ¿Sabré vivir sin ver el futuro encerrado en una urna de cristal, como la bola de Alaska? Todo indica que haré virar el punto de mira de mi periscopio hacia mí mismo: mi ruta natural se abrirá paso entre un mundo que veo cada día más exótico. La soledad empieza a ser una fiel compañera de viaje. El destino comienza a dar sus advertencias. El tiempo reclama que no me olvide de él. La espieral avanza. Como este Brugal con cola.