viernes, 31 de agosto de 2012

Budapest

Acostarse en una ciudad y despertarse en otra, como si el sueño te hubiese transportado, debía de ser común en el ecuador de la revolución industrial, esa época en la que los pesados pero implacables trenes se tomaban su tiempo, estación a estación, hasta llegar a su destino. Hoy día la Alta Velocidad, los aviones y las carreteras han casi pulverizado el sueño como separador entre partidas y llegadas. Amanecer dentro de una nueva ciudad, literalmente en su seno, viendo aparecer por la ventanilla, al ritmo de un vals, las primeras casas y personas, sus primeros paisajes periurbanos, es una experiencia ya improbable, reducida a los pocos trenes hoteles que quedan por Europa.

Uno de ellos lo cogí este verano para hacer el trayecto entre Praga y Budapest. La noche anterior abandonamos la ciudad de Kafka y Dvorak convencidos de dejar atrás más un parque temático rebosante de turistas que en una joya del Moldava. A las 8:30 de la mañana un operario checo llamaba a la puerta de nuestro camarote para traernos croissants con chocolate y café y anunciarnos, como en una novela de Agatha Christie, que habíamos llegado a Budapest. Eso sí, sin asesinatos que investigar ni detectives belgas.

Este post no va sobre Budapest (ciudad de epidermis desleída y ocre, de teatros austrohúngaros y baños otomanos).

Va sobre el tren.

Varios de los momentos más felices de mi vida los he pasado a bordo de trenes: unos antiguos y lentos, otros modernos y ultrarrápidos. La metáfora del tren como metrónomo del vivir resiste los avances de la ingeniería -o los acompasa. Resulta curioso que en español (a diferencia de otros idiomas) demos dos significados tan complementarios al vocablo "estación": estación como periplo del año, como capítulo que organiza la narrativa de los 365 días, sin la cual nuestra experiencia se diluiría en un continuo fluir sin la perspectiva necesaria que dan los cambios de ciclo, de cielo, de climas. Pero también estación como parada en un viaje, donde el tren nos deja o nos recoge. Estación en el tiempo, estación en el espacio. En ambos casos, esclusas que trocean y ordenan la corriente de un río para hacerlo navegable, para darle sentido al movimiento.

Todos morimos en tránsito: no existen estaciones terminis. Tal vez por eso, la de Anna Karenina es una muerte doble: muere arrollada por un tren al que no pudo subirse. 

Lo primero que vimos en una pantalla de cine era un tren llegando a una estación. Pasan y pasan la película y los años, y el tren sigue llegando. Exactamente el mismo tren. El tren inauguró otra era: la del cine. Hijos modernos del movimiento.

El tren, invento del siglo XIX, ha creado nuevas y transitorias patrias que han desafiado los empeños fronterizos de los nacionalismos europeos más obtusos. Un vagón sigue siendo la mejor embajada  para los "ciudadanos del mundo", aquellos personajes de alma intrépida y espíritu cosmopolita que nacieron con el avance de la imprenta y las comunicaciones, que soñaron con las novelas de Verne o de Conrad, para quienes la idea de desayunar en París y cenar Amsterdam era un prodigio que justificaba los desvelos del progreso. En sus cafeterías y camarotes se han cruzado destinos invisibles que han tejido la red de ciudades sin nación y de vidas desterritorializadas que son el germen difuso de nuestro continente.

Cuando pusimos el pie en Budapest, me convencí, por fin, de algo: El tren es un invento europeo, en una medida similar en la que Europa es un invento del tren.


viernes, 10 de agosto de 2012

...terra promessa

Aún está reciente, pero si no lo cuento podría olvidarse, perderse.

No fue en un pueblo con mar, una noche, ni después de un concierto. Fue en una ciudad italiana, a los pies de los Alpes, después de un encuentro universitario de varios días en el que participé como conferenciante.

Era viernes, a las 5 de la tarde. Volvía a mi hostal con mi diploma y muchas manos apretadas. Al día siguiente: Ryannair y vuelta a España, al paro, a la búsqueda de trabajo. Un doctor que da conferencias en universidades italianas pero que cobra un subsidio de desempleo expresa un fracaso social difícil de medir.

Sí, me adentraba en el ecuador de los treinta con más dudas que certezas. Pero las horas que me quedasen en Italia me olvidaría de todo, hasta de mí mismo.

Las calles se animaban de gente. Las montañas brillaban de nieve radiante al fondo, ya acariciadas por el sol de la primavera. Poco antes de enfilar la calle de la fonda en la que me hospedaba (un piso cutre  arriba de una trattoria, junto a las vias del tren; 35 euros la noche), me encontré la gelateria y entré.

No me podía ir del país alpino sin probar el más suculento e irredimible de los pecados: un gelato de nocciola y stracciatella. Me costó un año viviendo en Milán y tal vez algún kilo de más averiguar que esa combinación era la que me mataba.

Hasta horas después, cuando en un bar con wifi logré abrir el Grindr y ver su mensaje, no supe que se llamaba Marco. En ese momento sólo vi dos ojos azules, una barba de varios días que enmarcaba una sonrisa color vainilla, y unos brazos con varios tatuajes que me servían mi pecado cremoso en una tarrina de cartón.

Sí, claro que reparé en su belleza. Cómo no. Pero en Italia la belleza abunda tanto que uno termina por darla por hecho, por no distinguirla. No es una cuestión de guapos o feos (tal vez en España la gente sea aún más guapa). Es una cuestión de actitud ante la vida. Hay belleza en formas de vivir, de vestir, de hablar, de moverse. Hay belleza en el estar.

- Sei tu il ragazzo che è venuto oggi alla gelateria? (Eres tú el chico que ha venido hoy a la heladería?)
- Si, sono io. Sono spagnolo. Parto domani. (Sí, soy yo. Soy español. Me voy mañana)
- Mi sembri bello. Cosa fai questa sera? (Me pareces guapo. ¿Qué haces esta noche?)
- Tu sei veramente bello! Non so. No conosco nessuno qua. (Tú eres verdaderamente guapo. No sé. No conozco a nadie aquí).
- Ci troviamo ed andiamo in disco? (Quedamos y nos vamos a una disco?)
- Certo! (Claro!).

Duramos una hora aproximadamente en la discoteca, y nos lo bebimos todo. A nuestro alrededor, muchos tíos no sólo italianos, sino centroeuropeos y jóvenes erasmus de todo el continente, bailaban los temas house y techno del momento.

Marco era de Bologna, y estudiaba ciencias políticas. Le conté que acababa de dar una conferencia en su facultad. No le impresionó lo más mínimo. No creía en la universidad. Estudiaba, hablaba idiomas (aún no el español), pero trabajaba en una heladería. En sus ratos libres, ensayaba como trapecista en un circo. Era el único pero eficaz deporte que hacía. Soñaba con volver a la India. Con viajar más. Con salir de Italia.

Fui sincero y le dije que mi vuelo partía domani mattina, pronto. Allora ci andiamo a casa, vuoi? Sí, claro que quería ir a su casa. Un trayecto que hicimos borrachos, en su bici, a punto de matarnos o estrellarnos contra un tranvía nocturno. Nos besamos en el ascensor de hierro forjado, en el rellano de su casa, en su habitación. Su cuerpo de trapecista era un mapamundi de tatuajes, de experiencias bien marcadas, a pesar de su juventud. Alguien que hacía curiosas piruetas entre sus emociones y la realidad, siempre a punto de caerse, pero sin renunciar a la altura que dan los ideales a esa edad.

Por la mañana, me hizo un café, antes de salir. Aún olíamos a sexo, a abrazos, a cariño. Dormimos abrazados, sin renunciar a caricias, como dos perfectos desconocidos que han cruzado destinos divergentes pero compatibles en otras circunstancias.

No sé qué habrá sido de él ni si encontrará su Tierra prometida. Yo la sigo buscando.

Al montarme en el avión puse la canción con la que Ramazzoti, a la edad de Marco, se dio a conocer en el Festival de San Remo. No es gran cosa, pero tiene la virtud de rimar con la vida: