miércoles, 21 de junio de 2017

Ángeles de Xenon

Johnny y yo caminábamos por la calle Atocha. Camisetas ajustadas, pantalones anchos, era la moda: con alguna muñequera de clavos o algún collar de perro. Una transición desde lo dark de principios de los 90 hacia la estética house más colorista.

- Malagueño, esta noche vamos a Xenon, que mola mucha -me dijo el rubio de Getafe.

Johny y yo nos habíamos conocido unas semanas atrás, en algún antro de Chueca, pero a esas edades los días son semanas; las semanas, meses; los meses, años, y los años, decenios. Éramos íntimos, Johnny y yo. En noches fugaces que duraron eternidades habíamos mezclado nuestros porvenires, nuestras prisas, nuestros huesos. Ya conocía los pliegues de su sonrisa pícara, de barrio; el sabor agrio a tabaco de en su aliento. La barba tenue que le salía desordenada, con prisa, como él, como yo.

- ¿Hay que pagar? No tengo un duro -alegué, algo nervioso ante mi bautismo en la noche.

- Conozco al portero, o portera, como lo quieras llamar. Pasamos gratis fijo. Ya verás.

El portero era una inmensa y tropical drag queen, Raoul, de dos metros:

- Ay, si es la peluquera de Alcorcón. O de Getafe. ¿De dónde eras, mona?
- ¿A quién se refiere, Johnny? -pregunté intrigado.
- A mí, es que hice un curso para peluquero hace un año y la tonta esta se burla de mí.
- El día que tengas ovarios de peinarme, te tomaré en serio.
- Tendría que subirme a una escalera de bomberos para llegar a tu moño, cariño -replicó Johnny, espontáneo.
- Anda, entrad, que no os vea mi jefe.

Pasamos. Rayos láser, humo, decibelios, la música house golpeando mis vísceras casi adolescentes. Un chico de pelos decolorados me miraba. Yo le devolvía la mirada. Se escabullía. Volvía. Se contoneaba, transparente a la luz. El tiempo se dilataba.

- ¿Vas a querer un Mitsubishi?
- ¿Eso qué es, Johnmy?
- Una pasti, un tipo de éxtasis.

No recuerdo si la tomé o no. Recuerdo el baile neurótico de hombres musculados, el podium de metal con gogós de atrezzos imposibles, los focos autogiro y el azul polícromo que se defractaba sobre el suelo: un cosmos infinito. Recuerdo los labios, los susurros, el humo, el megatrón, la música suspendida del DJ, el sudoroso vértigo, una misa noctámbula, un sacerdocio del sudor.

Johnny fue testigo de mi evolución, de mi capacidad para permanecer ingrávido, flotante, cual austronauta en una nave que convertía los minutos en siglos, hasta el punto de poder hacer amigos íntimos en pocas horas.

A esa primera noche siguieron otras. Y otras. Y otras. Cruzar esa puerta del tiempo, esa ventana del espacio que me daba acceso al paraíso perdido, oculto, privado, era todo cuanto deseaba. Cada amanecer era una historia: cada final de Xenon era distinto y cada uno, a su manera, contenía su propia y huidiza moraleja, su enseñanza sobre la vida, sobre mí. Entre los escombros del tiempo quemado aprendí que el placer vale tanto la vida, porque la libra de su insoportable realidad, de su epidermis oxidada. También aprendí a perderlo todo, a dejar que esa orgiástica plenitud dejase paso a una rutina que nos salva de morir jóvenes. El gris de los días indiferenciados, la meseta de los amaneceres desubstanciados, incoloros: burcráticos. Los arcoiris valen porque se desvanecen.