martes, 14 de diciembre de 2010

Aventuras y desventuras de Cosmética González, la travesti caníbal. Parte III

Cosmética taconeó por la Gran Vía, altiva, espléndida, melena al viento de la noche cual solemne bandera de una república centenaria, emanando Chanel N.5 que inflamaba el aire y embriagaba a hombres y taxistas, medias de Moschino y minifalda negra Versace comprada en Via Montenapoleon de Milán, rematada con un par de Manolo Blanick de charol brillantes que hacían refulgir sus pasos en su camino hacia su Oz particular (¡leones, tigres y panteras!). La acompañaba aquel portento ibérico que acababa de conocer en el Stars, y se dirigían al ático de ella en plena Castellana. Cosmética ignoraba el nombre del macho, y no quería preguntárselo. No le gustaba saber la identidad de sus víctimas. Prefería cosificarlas, reducirlas a objetos comestibles, sin pasado y, por supuesto, sin futuro. Mejor disfrutar del olor de la rosa, sin saber su nombre, el nombre de la rosa. Los nombres crean vínculos, y ella no quería tener ninguno con sus alimentos. ¿Acaso alguien sabía el nombre de la vaca en cuestión cuando se comía un filete de ternera, aunque sea de Kobe? Para ella, hombre era un animal más, pero ella no pertenecía a la especie humana, como dijimos, sino a una superior e inferior al mismo tiempo. Era una uberwoman, la Zaratustra del transgénero, una Prometeo hecha con hormonas, operaciones, silicona y despojos de sí misma.

Llegaron a la puerta de su edificio...

- Bonita casa...

- Aún no has visto nada, rey.

- Uuuuuh, miedo me das.

- Mmmmm, los hombres os ponéis muy sabrosos cuando tenéis miedo.

- Puede ser...

- Ahora, tienes que esperarme aquí un segundo.

- De acuerdo, princesa.

Cosmética dejó a su presa en la puerta, y entró en el gran portal de mármol del edificio de la Castellana. La entrada era ultramoderna y elegante, con un toque de minimalismo hi-tech japonés, no faltando dos enormes kentias que daban la bienvenida a un hall gris y zen. A esas horas no había portero, pero las cámaras de seguridad seguían funcionando y grabando todo cuando atravesaba el hall en dirección a los ascensores. Por seguridad, había que desactivarlas. Se sentó frente al ordenador del portero ausente, y entró en su sesión (había hackeado la clave hace tiempo). No le fue difícil apagar las cámaras, pues ya lo había hecho más de una vez. En cualquier caso, no podía quedar constancia de que ella había subido a su casa acompañada de aquel señor. Era improbable que la investigación subsiguiente a su desaparición del sujeto pusiese a la Policía tras la pista de Cosmética, pero en cualquier caso había que curarse en salud y destruir toda prueba que pudiera incriminarla. Quería seguir devorando mucho tiempo en libertad (pantera en libertad, como cantaba por aquellos tiempos Mónica Naranjo). Cuando terminó, salió a la calle con su mejor sonrisa:

- Ya puedes venir.

Ambos subieron en el ascensor. Primera planta. Él tenía una expresión de felicidad medio ausente. Ella se fijó en su paquete, que empezaba a abultar más de la cuenta. Troisième etage. ¿Estaría ya empalmado, pensando en cómo se iba a follar a aquel travelo portentoso? Quinto piano. Ella rió en su interior. Normalmente, los tipos que se acuestan con travelos no quieren follárselas, sino ser follados por éstos. Homosexuales pasivos encubiertos, o heteros dudosos con disfunción eréctil. A juzgar por el abultamiento del vaquero del macho, éste pertenecería al primer grupo. Penthouse... Pero ella no se lo iba a follar. El sexo con humanos hacía tiempo que carecía de sentido para ella.

- Hemos llegado.

Y entraron en el maravilloso ático de nunca jamás... Sonó su equipo Bang Oluffsen, con un CD de Lalo Rodríguez con su éxito de salsa Devórame otra vez. Y ambos se adentraron en aquella última planta del Paseo de la Castellana, donde el destino les aguardaba con su espiral de muerte, caos y putrefacción.

lunes, 30 de agosto de 2010

Aventuras y desventuras de Cosmética González, la travesti caníbal. Parte II

El Stars estaba semivacío, o semilleno (según el estado de ánimo del observador). Sonaba un techo-house bastante repetitivo que le producía un mareo ligero e hipnótico. En la puerta, Cosmética oteó la concurrencia con una voracidad mal disimulada, desde la altura suplementaria de sus soberbios taconazos, calculando la calidad nutritiva del personal. Desanimada, llegó a la conclusión de que la carne que se concentraba a esas horas era magra y puede que bastante seca. Asco de vida moderna. Si algo odiaba con todas sus perlas falsas era la moda vigoréxica que empezaba a arraigar en Madrid, la imparable plaga de los gimnasios, de los bícpes y las tabletas de chocolate, de los muslos de granito y los glúteos como de caucho... en conjunto, una carne humana excesivamente dura y desprovista de esas jugosas vetas de grasa que le daban una esponjosidad vacuna. ¡Qué había sido de las hermosas y orondas barrigas de antaño, de los músculos tiernos y caídos con dignísima naturalidad! Un taxista abierto en canal a la altura del esternón, con sus cuarenta y cinco años, su decena de kilos de más, su hedor a tabaco negro saliendo a bocanadas de la tráquea alquitranada, su casquería algo mugrienta y biliosa por la ingesta excesiva de cerveza, era el manjar más apetitoso que había probado hasta la fecha. El Paco español, descuidado, grasiento, ronco y algo infecto, seguía siendo su pieza favorita (el de sabores más intensos, todo un plato ibérico). Por contra, el joven nocturno era un aderezo insustancial, un aperitivo inocuo donde acaso lo más excitante que cabía esperar era el aroma del éxtasis o la cocaína. Carne blanca.

"Esto es una mierda, pero tengo que comer algo como sea", pensó.

- Ahora vuelvo chicas. Id buscando algo de tema -se deshizo con solvencia de Vladimira y Kathrina, que no dejaban de parecerle unas paletas.
- Cos... ¿qué es tema?
- Aprendiz de Mamachicho, eres imbécil. Tema es coca. Pareces mujer.
- Sólo lo intento. Como tú.
- La diferencia es que yo lo consigo, zorra. Busca algo de tema y nos ponemos a tono. Si no esto va a ser más aburrido que una gala del Moreno.

Había localizado a un posible víctima. Llevaba unos minutos observándola desde el fondo del local, fumando un cigarrillo y blandiendo una sonrisa rebosante de curiosidad por la figura excéntrica, seductora y aristocrática de Cosmética. Tendría unos treinta y cinco años. Moreno, contundente, barba de dos días, fuerte y algo velludo. Camisa a cuadros remangada. Un tío con sabor y, adivinaba, con algo de conversación. Comérselo sería un inesperado placer.

Caminó hacia él, con las piernas muy juntas, como si estuviera escocida, pues el cañón de la Magnum, a punto de escurrírsele, estaba aplastando su testículo derecho. Menos mal que llevaba el seguro, pensó, si no, en cualquier momento podría generarse una implosión testicular terrestre que salpicaría súbitamente de sangre y semen a toda aquella fauna.

- ¿Fumando esperas a la mujer que tú quieras? -le susurró, sugerente, Cosmética.
- Fumando te espero a ti, Diosa. ¿Cómo te llamas?
- Ah, ¿no me conoces? ¿No ves la tele?
- La verdad, no mucho.
- Vaya, ¿qué te pasas, todo el día en la biblioteca, o en el gimnasio?
- No he pisado jamás un gimnasio.
- Mmmm, ¿de veras? Esto se pone interesante.
- ¿Decías?
- Que tengo ganas de comerte.
- Jaja, qué cosas tienes... Pero tú eres... una drag queen, ¿no? ¿O una mujer?
- ¡Me ofendes! Claro que soy una mujer. Con una polla seguramente más grande que la tuya, pero no por ello menos mujer. ¿Y tú? ¿Tú qué coño eres?
- Soy investigador.
- ¿En qué campo, rey?
- Células madre. Biomedicina.
- Coño. Perdón. Un explorador de lo invisible, de lo microscópico. Qué interesante me pareces... No es habitual encontrar hombres como tú por aquí. Yo puedo ser una célula madre... excepcional. ¿Quieres investigarme? Puedo curar muchas cosas.
- Bueno, no creo que sirvas para curar el cáncer de hígado, pero tendrás tu interés.
- Sirvo para curar un cáncer peor, rey. El cáncer de la soledad.

La conversación se ponía interesante por momentos. Algo se dilataba en la boca del estómago de Cosmética. Aquel hombre le abría el apetito. Era feromona pura. Casi podía degustar la piel sudada debajo de la camisa Armani. Se fijó en su paquete, que abultaba en sus ajustados vaqueros . Si aquel tipo no tenía una erección, es que era un ser portentoso, un macho alfa excepcional. Los huevos siempre se los dejaba para el final. Delicia primorosa. Deglutir una glándula blanca del tamaño de una pelota de pin-pon, blanda como el algodón, cremosa como una ostra, supurando semen en gestación, con ese sabor que mezcla lo dulce y lo salado de una forma tan sutil, era una privilegio sólo apto para monstruos post-humanos como Cosmética.

De repente pincharon su tema favorito del momento, una elegante canción house que reventaba las pistas de Madrid y toda Europa, Music sounds better with you, de Stardust.



En ese momento, elevada por la música y el alcohol, con ese macho delante de ella hacia el que apuntaba su polla y su Magnum Parabellum, se sintió fuerte, se sintió invencible, y subida a esa adrenalina que la hacía saber que estaba viva, atacó.
- ¿Quieres que te cure la soledad?
- Jaja, ¿dónde?
- Tengo un ático cerca de aquí. Lo compré con lo que gano en bolsa.
- ¿Bromeas?
- Soy broker. Y breaker en mis ratos libres.
- Una mujer... con recursos...
- Desde muy pequeña supe aquello de pez gordo se come a chico. O devoras, o te devoran. Y prefiero pertenecer al primer grupo.
- Pensaba que las travestis erais normalmente... ya sabes, prostitutas, mujeres de la noche, algo así.
- De adolescente hice las pruebara para el entrar en el Cacao-Maravillao. Me tiraron. Y me metí en ICADE. Así de claro.
- Bueno, está bien, salimos... ¿y vamos a tu ático? Por dios, estoy algo nervioso, nunca he hecho esto.
- Tranquilo amor, que no como. O sí.
En la calle, mecidos por el sopor nocturno de Madrid, y mientras el hombre se dirigía sin saberlo a su final, él le preguntó.
- Por cierto encanto, aún no me has dicho cómo te llamas. Yo me llamo Mario.
- Encantado Mario. Yo me llamo Cosmética González.
- Vaya, ¿y por qué Cosmética?
Entonces ella se mantuvo en silencio. Entornó los ojos, y solemne, recitó:
- "La mujer está en su derecho, e incluso cumple una especie de deber aplicándose a parecer mágica y sobrenatural; tiene que asombrar, encantar; ídolo, tiene que adorarse para ser adorada." Baudelaire. Elogio del maquillaje... La cosmética me hace ser yo, ser quien quiero ser. Sin pintar, no soy nadie.

Continuará.

lunes, 26 de julio de 2010

Aventuras y desventuras de Cosmética González, la travesti caníbal. Parte I

Hacía un calor implacable aquella tarde de julio de 1997. Ya era hora de ir preparándose. Dejó la "Genealogía de la moral", de Nietszche, sobre la mesita de noche, junto a a la caja de Orfidal 1.5 mm y la Magnum Parabellum automática, y empezó a maquillarse indolentemente frente al espejo-tocador de su cuarto (ese espejo de camerino, bordeado de bombillas y capitaneado por una fila de Barbies sentadas en la parte superior), mientras oía un poutpourri de música donde no faltaban Mina, Nirvana o el himno del Real Madrid. La noche se las prometía apasionante. Su amiga del alma, la travelo rusa-israelí asentada en Madrid Vladimirame'l Coño tenía una invitada de deshonor, Katrhrina Chochova, que venía directamente de Moscú, y ambas querían salir a conocer los cutre-bares de la calle Fuencarral y tal vez alguna discoteca puntera, como Xenon. Seguro que las tres juntas lo pasarían bomba. Como en otras ocasiones, Cosmética González, la travesti caníbal, haría de cicerone y le enseñaría lo más glamouroso, hortera y también sórdido de la capital. Como ella solía decir, en Madrid no había mejor arqueóloga de los bajos fondos que ella. Lástima que, aunque ninguna de ellas se había extirpado el pene, no las dejaran entrar en Strong Center, el cuarto oscuro más grande de Europa. Sería un lugar perfecto para que Cosmética pudiera perpetrar uno de sus célebres asesinatos que traían de cabeza a la policía científica. Pero su faceta de psicópata caníbal tampoco la conocían sus amigas. Era su secreto mejor guardado. Hasta la fecha, había asesinado y devorado a tres hombres y dos mujeres, tirando luego los huesos relamidos y hervidos directamente a la basura sin que se hubiese levantado ninguna sospecha.

Conforme la base de maquillaje fue creando sobre sus pómulos una capa rosácea, del grosor de un lienzo flamenco, que convenientemente ella matizó con sombras azules para emular la estética ochentera de Melanie Griffith en Doble Cuerpo, le volvió a la mente la eterna pregunta de ecos metafísicos.

- ¿Qué soy? ¿Quién soy? ¿Una mujer? ¿Un hombre? ¿Un monstruo?

Un monstruo, sin duda. Lo tenía claro. Pero un monstruo bello, ágil, sofisticado, una mutación del desarrollo humano, una andrógina peligrosa, ultradesarrollada, inteligente y letal. Alguien, en definitiva, admirable, y con un código moral único, sólo válido para ella.

Se subió las medias, e introdujo la Magnum Parabellum entre los testículos velludos y las bragas de seda Armani. El contacto frío y severo con el acero inoxidable del arma -cargada, como sus testículos- le provocó una súbita y agradable erección. Sus 20 cms en línea paralela con el cañón de aquella pistola constituían una de las sensaciones más sublimes y contradictorias que había experimentado jamás. El amor y la muerte, el dolor y el placer, el inicio y el fin de la vida juntos... Todo cabía en sus bragas, alfa y omega de la vida posmoderna.

Se miró al espejo. Vestido ceñido, plateado, Doce&Gabana. Zapatos Manolo Blahnik morados y brillantes. Pelo verde, lacio, reluctante. Ella, en sí misma, era un lujo galáctico.

-¡Guapa!

Antes de salir por la puerta de su ático "minimal" en la Gran Vía, como siempre, puso el himno de todas las noches, Bailando, pero no la intelectual y lejana versión de Astrud, sino la electrochochi de Paradisio, que siempre le parecía mucho más divertida y bailable. Y la bailó mirándose satisfecha y lasciva, contoneándose cual vedette decadente ante el gran espejo de su cuarto. Era verano. Se sentía inmensamente feliz, plena. Todo estaba en su sitio. Salió a la calle.



Le gustaba Madrid. Le gustaban sus calles ardientes bajo el sofoco primitivo del aire seco y estival, ese hálito mesetario que aniquilaba cualquier atisbo de humedad. Le gustaba el perezoso desamparo de sus mendigos y la irresoluta rebeldía de sus jóvenes, ahora en la moda europea del techno/house y las drogas de diseño. Le gustaban las noches en Xenon o Aliens, puesta hasta los ovarios de éxtasis, y enseñando su gran polla sin depilar en los baños, a cambio de algún favor sexual o algún tirito, a algún incauto moderno que quería ver aquel portento ya famoso en la noche capitalina.

En la esquina de Gran Vía con Fuencarral estaban Vladimirame'l Coño y Katrhina Chochova. Vladimirame'l iba elegantísima, pero demasiado barata, con un vestido negro con lentejuelas robado del Sepu y una gargantilla falsa comprada en el Todo a 100 de debajo de su casa donde tenía cuenta personal. La moscovita iba inclasificable, con un palabra de honor estilo leopardo y unos zapatos de tacón azules, y su cara hinchada y amable era una versión eslava de Maritrini.

- ¡Cosmética, tía! ¿Has visto que cutre y barata es mi amiga la Chochova?
- Sí. Me gusta. El lujo está reservado a mí...
- Si supiera invertir en el Ibex-35 como tú, iba yo a robar en el Sepu...
- Además de inteligente, fui lista. Hice ICADE, además de filosofía y letras, y el máster MBA antes de ponerme tetas. Ahora tengo tetas y dinero. El sueño de cualquier persona con dos dedos de frente.
- ¿Me estás llamando tonta?
- Anda rubia, no me malinterpretes. Por cierto Vladi, espero que tengas farlopa. Necesito un tiro antes de ir a ese antro que tanto te gusta. ¿La Chochova no dice nada?
- ¿Al Stars Café? Déjala, esta sólo habla Bielorruso. Pero la chupa de puta madre así que arrasará esta noche.
- Por cierto, te tengo que contar... me estoy tirando a un ejecutivo de banca de inversión que me lleva algunas cuentas... Tiene mujer e hijas.
- Qué suerte tienes, hija de puta. ¿Te folla él a ti o tú a él?
- Yo a él. Siempre fui activa. Y bisexual.
- ¿Bisexual? ¿Eso es que te comes dos pollas a la vez?
- Qué ordinaria eres, Vladi.
- No soy ordinaria. Soy judía.
- Pues viva Palestina. Esta noche me voy a comer a alguien... -la pistola se movió en sus bragas y medio huevo se enredó incómodamente con el gatillo. Temió provocar un accidentado suicidio genital. Se recompuso rápido.
- ¿Decías?
- No, nada. Que vámonos ya al Stars ese a empezar la noche. Tengo ganas de bailar un poco de tecno-house y conocer a algún educado varón al que mantener. Y échate crema hidratante de una vez, que pareces Rafael Alberti.
- Recuerda que llevo 3 operaciones y ya tengo 45 años.
- En cada labio del coño, puta.

Y las tres androides felices e inconscientes se dirigieron al Starss Café, ese glamouroso bar de finales de los 90, frecuentado por la beautiful people madrileña, por Almodóvar y Amenábar, por los camellos más modernos e influyentes, esos que cuando meten en la cárcel se va un trozo de la noche para siempre. Y allí entraron, cual cenicientas fluorescentes en el palacio de cristal, huyendo del calor de las calles, ajenas a todo lo que iba a pasar aquella noche...

Continuará...

martes, 6 de julio de 2010

Desde Parla, con amor

Un chico musculoso camina hacia la Plaza de España, a unos diez metros delante de mí. Torso desnudo. Camiseta atada al cinturón de sus vaqueros ajustados. Parece un símbolo que encarna estos dos o tres días anómicos. Músculos, individualismo, exhibición.

Domingo 4 julio de 2010. Son las 7 de la mañana. Vuelvo a casa por la Gran Vía. La atmósfera parece haberse contagiado de la resaca ciudadana. Empieza a amanecer tímidamente, como sin ganas.

Decido seguir, prudentemente, al chico del cuerpo armonioso.

Hay miles de papeles, viseras, vasos de plástico y olor a alcohol derramado. La identidad, cuando se celebra a sí misma, adquiere trazas tribales. Es una conducta que nos define y nos vertebra en estos tiempos de melancolía nacional (más que en los preámgulos, que somos una nación se observa en el estado de las calles tras la fiesta). Desde la Feria de Abril hasta los San Fermines. Del Orgullo Gay a las fiestas en Gràcia.

Anoche pasó algo estimulante desde el punto de vista social. En unos momentos de conjunción planetaria se mezcló la voz de Kylie Minogue, la música house y los cánticos celebrando la victoria de España (agónico golazo de Villa). Sin embargo, a nadie se le ocurrió poner un toro de Osborne sobre la bandera del arcoiris. Luego la gente se guareció en locales, en chill-outs en hoteles o casas de amigos, en orgías organizadas por Internet. La libertad era esto.

Conforme nos aproximamos a la Plaza, me pregunto por qué lo estoy siguiendo... No son ganas de ligar. Ya tuve lo mío (por la tarde, con uno del gimnasio, lejos del scene de esta celebración). Lo sigo por simple curiosidad humana. Es la cadencia de sus pasos. Hay algo indiferente en ella. Como si el símbolo carnal de estos días no tuviera prisa por llegar a su destino. Como si no tuviera destino. Puede que sea el aire de su rostro. Me pareció percibir una neutralidad cercana a la abstracción.

El chico se detiene en la puerta del Edificio España. Se sienta en las escaleras. El chico ha perdido la mirada en el horizonte. Hay, de golpe, una brizna de leve desolación. Sentado, se notan sus dorsales. Se agarra a las rodillas gastadas del vaquero. Voy a pasar por la acera, a su lado. Y voy a intentar no mirarlo. Y olvidarlo. Y dormir.

Pero cuando paso delante de él, el chico abre la boca. Habla con acento de barrio.

- Perdona...

- ¿Sí? - me giro.

- ¿Sabes dónde hay una comisaría por aquí? No soy de aquí, y me han robado la cartera y el móvil.

- Muy típico de este tipo de noches. Hay una cerca. ¿Quieres que te acompañe?

- No estaría mal... pero, tengo otro problemilla...

- Cuéntame.

- Tengo la camiseta rota. Por eso no la llevo puesta. Ha sido una noche de mierda, en fin.

- Mira, no tengo nada que hacer. Yo vivo aquí arriba, si quieres, subes, te dejo una y vamos a comisaría.

- Joder, eres un tío legal.

- De nada. Por cierto, me llamo A.

- Yo A también.

- Encantado.

A me acompaña a casa. 25 años. Es de Parla. Tiene un pendiente en la oreja derecha y un pequeño tatuaje de un escorpión junto al ombligo, biselando un abdominal (¿tiene singular este músculo?).

A pesar de esta contundente gramática corporal, A es tímido, y le cuesta contarme que apenas lleva dos años saliendo esporádicamente por sitios gays, pero no baja mucho al centro. Que trabaja de segurata en un centro comercial de Parla. Que vive con su madre y su hermano mayor. Que su padre murió. Que en el barrio pocos saben que le molan los tíos, sólo su amiga Yoli y otro colega que también "entiende". Que esta noche estuvo en Ohm, pero que pasa mazo de "empastillarse", como hacen los demás. Que dentro, se dio cuenta de que le habían robado la cartera. Y que salió a buscar a un un segurata. Y alguien le empujó. Y No recuerda mucho más.

Le doy una camiseta limpia mía, que le queda ajustada, y lanzo una mirada última al abdominal del escorpión, junto al ombligo. Después de esperar en comisaría más de dos horas hasta poner la denuncia, sabe más de mí que la mayor parte de mi facebook. Puesta la denuncia, a las 10 de la mañana me dice:

- ¿Y ahora cómo coño vuelvo a Parla?

- Te dejo algo para el billete de metro tío.

- Joder tío ahora volver, qué pereza tronco. Me iba a haber ido con el Dani... que tiene coche.

Y con el abdominal del escorpión en mi mi mente, mi boca articula la respuesta inmediata.

- Quédate en casa y descansa, si quieres. Ya te vas después.

- ¿No molesto?

- Para nada.

En casa me preguntó, extrañado, si me había leído "todos esos libros". Le dije la verdad: casi todos. Pero el libro de su cuerpo me interesaba más que cualquier novela. Bajo aquellos renglones duros, había alguien frágil, que encontré a la deriva por la calle después de un fin de semana sin final. A veces, los ángeles descienden a la tierra. O emergen, del fondo del abismo.

miércoles, 23 de junio de 2010

Noches en Bobby Logan

Era la 1 de la madrugada de un sábado de primavera de 1995. Estábamos en la puerta del Bobby Logan, y yo tenía 16 años. Frente a los forzudos porteros, se había formado un enorme barullo de chicos de mi edad o mayores que querían entrar en la disco más de moda en Málaga desde finales de los 80. M, con su timidez adolescente, su delicioso rostro empollón de ángulos simétricos y su camisa hiperbólica que resbosaba por encima de los vaqueros, era recriminado por J., pelo largo, aspecto macarra, ojos grandes y azules.
- M. a ver si te comes a una tía de una puta vez.
- Vete a tomar por culo. Ya me he comido muchas.
- Eso no te lo crees ni tú.
- ¿Alguien me da un cigarro? -intervine para romper el haz de testosterona hiperconcentrada que distanciaba a mis amigos como se repelen los polos de un imán de la misma carga.
- Mira, ahí viene L. Será pijo. -tercia M.
- No más pijo que tú -contraataca J.
- Tú qué sabrás, gilipollas.
- Qué mierda, ¿nadie tiene algo que no sea Fortuna?

El Fortuna me producía un leve picor en la garganta y prefería el Chesterfield, que además era más masculino. El Bobby Logan ya estaba lleno cuando entramos. Buscamos nuestro sitio en la pista, cerca de tres tías buenas. Los láser descomponían los colores de nuestras camisas y ajedrezaban el suelo con flashes fluorescentes. Miré a mi pandilla. ¡Qué extraños, esquizos y bipolares éramos! De día escuchábamos Nirvana y llevábamos camisetas negras, con fetos sumergidos en piscinas, con rayos que partían el cielo, o con cementerios. Por la noche nos poníamos camisas pijas de RL y nos lanzábamos a la pista de baile. De día éramos oscuros, y por la noche, luminosos. De las tres tías buenas, conocía a una, que iba a mi instituto. Era rubia y de ojos azules, vestía con una sobriedad nórdica, por lo que pensé que sería medio guiri, y tenía un precioso cuerpo alto y desarrollado.

Ahora me parece mentira que, a partir de aquella noche, P. y yo estuviéramos dos años juntos. Casi mi récord sentimental. Y cuando se está discutiendo, en el Ayuntamiento de Málaga, qué hacer con el Bobby Logan, que lleva años cerrado y decrépito, abandonado y tapiado, he pensado en lo que significan algunos lugares en nuestra biografía; qué peso exacto tienen en nuestros recuerdos. Al leer la noticia me ha venido a la mente que años después, cada vez que he pasado por delante del Boby Logan, he imaginado que aquella noche continuaba dentro, que en la pista seguíamos estando los mismos, que yo besaba a P. y que J. y M. se disputaban el territorio que quedaba. Y que la música seguía y seguía y seguía... con CoRo cantando Because the night, con Ace of Base y Pet Shop Boys, y que aquella madrugada adolescente de 1995 no terminaba nunca y continuará en algún sitio -de nuestra alma- aunque echen abajo la discoteca.

lunes, 21 de junio de 2010

Lunes de papel, y otras reflexiones del viento

Retorno a este blog, como quien vuelve a un lunes. Precisamente, porque es lunes. Y los lunes, más que los miércoles de Carnaval, tienen algo de ceniza. De tierra quemada. El fin de semana, como siempre, minitó la promesa de placeres novedosos. Extraigo poco jugoso de ellos, más allá de lo que objetivamente puedo esperar. Nos aproximamos al viernes tasando el weekend con un exceso de optimismo que el sábado a mediodía ya es realismo; el sábado por la noche, "realismo sucio"; y el domingo, un agrisado pesimismo. Es un círculo mecánico, rutinario. El kamosisa está un poco harto de la evidencia que te impone el tercer Tanquerai con tónica: esto es lo que hay, my friend. No pidas cóckteles de fantasía en la barra libre del fin de semana. Y a pesar de ello, resulta agradable encallar con una cerveza en los arrecifes de Gran Vía, la Plaza de las Comendadoras y la Calle Fuencarral. Tiene algo de suave cataclismo.

Reflexión anotada mentalmente en el autobús. Probablemente, ya pasó el tiempo de los amores absolutos, esas pasiones totalizantes capaces de atenazar la integridad de nuestro espíritu y envolverlo trágicamente hasta diluir nuestra individualidad en la sombra del "otro". Era la pulsión autodestructiva de Ana Karenina, abocándose hacia su propio abismo al depositar fatalmente su destino en manos de Vronsky. Era la mortal locura de la terrateniente Cati por el gitano Heatchcliff, de Cumbres Borrascosas. Era la autoesclavitud elegida de Arianne hacia Solal, en Bella del Señor. Hay tantos ejemplos que parece que el Amor (con mayúsculas) fuese un invento de la literatura, o viceversa. Ya no hay espacio -ni tiempo- para los sentimientos omniabarcantes del siglo XIX. Pero el amor ni se crea ni se destruye, se transforma como la energía y ahora es una cartera de inversión diversificada en multitud de títulos. Con unos ganas algo, y con otros pierdes otro tanto. Es cuestión de márgenes de beneficio. No lo fías todo a un solo valor. Demasiado riesgo. Se trata de diferir daños, amortiguar posibles pérdidas y encontrar una ratio de retorno aceptable. Somos más parecidos a Patrick Bateman, el protagonista de American Psycho, de lo que nos creemos.

En la oficina. La banda sonora está formada por la "f" sorda del Aire Acondicionado, alguna llamada de teléfono y la esporádica y limpia cópula de las fotocopiadoras en el pasillo. El café y las tostadas, el apesadumbrado editorial de El País, las charlas sobre "La Roja" me abren el acceso a la conciencia de mí mismo. Aquí y ahora. Hic et nunc. Recupérate. Produce. Envía. Recibe. Lee. Escribe. Informes y más informes en la mesa, por leer. La realidad se anilla en un dossier. Siempre me gustó aquella canción de Radio Futura, "soy un hombre de papel". Y también un juguete del viento. Lo dicho, un lunes marrón. O un marrón de lunes.

martes, 4 de mayo de 2010

¿Qué cumbre borrascosa es más gay?





Con todo, yo creo que la primera, es decir, la original, de Kate Bush. Pero me encanta la de Angra también...

lunes, 19 de abril de 2010

Extremidades

Resulta que uno podría reducirse a un centro, con ramificaciones que te van expandiendo hacia afuera.

Desde la cabeza de alfiler donde se deciden las cosas, donde se siente, donde se piensa y se distinguen los colores y los olores, parte una señal que hace mover un dedo, una mano, un pie. Un párpado. En unas pocas células custodiadas por sangre, vísceras, glándulas, hueso, piel, pelo, se juega esta partida: si te empalmas o te duermes, si caminas o te rindes. Si sientes frío o calor, placer o dolor. Pero entonces, al estirar la mano, uno se da cuenta de que apresa el vacío. Y cierras el puño. Pero no hay nada dentro. Y da igual lo que decidan, sientan o reflexionen.

Resulta que las cosas más importantes quedan fuera de su competencia.

martes, 6 de abril de 2010

Fin de viaggio

Ya he vuelto. Días agotadores, espectaculares, luminosos. Me atardeció en Pompeya, imponente y gloriosa bajo la silueta del Vesuvio. Caminando por sus calles, en las que no faltaban lupanares, teatros y termas, pintadas electorales en las casas de los candidatos y mercados y plazas de encuentro, comprobé qué parecidos somos los homo sapiens de ahora y los de hace 2.000 años, al menos en el Mediterráneo.

Al día siguiente, tomé un ferry rápido hacia Capri, una isla pequeña y llena de magia y encanto (y limones), en la que vivió el emperador Tiberio y que pusieron de moda escritores románticos alemanes e ingleses en el siglo XIX. Un funicular sube desde el puerto grande al centro del pueblo, atestado de bullicio, trattorias y terrazas donde tomar un San Pellegrino o un capuccino. Una tienda de Prada se proyecta en un balcón acantilado desde el que se ve el mar. Los farallones, escarpados islotes, flanquean la isla, como guerreros guardianes de sus encantos. La grotta azzurra (la gruta azul) te hace pensar que el centro de la tierra debe ser algo parecido a un tesoro, con colores nunca vistos antes. Malaparte la describió como la "isla del amor" y, aunque he ido solo, el tiempo parece detenerse. Y el sol luce en lo alto, fuerte, inmenso, implacable.

Las islas tienen todas, pero esta más, algo de utopía realizada. Son una especie de mundo perfecto e inalcanzable, un paraíso metafórico, protegido por leguas de agua y alejado del caos continental. Islas fueron la propia Utopía de Tomás Moro, la Nueva Atlántida de Francis Bacon, la Ciudad del Sol de Tommaso Campanela. En la actualidad, importantes islas son profundamente desgraciadas, como Cuba o Haití, pero desde el punto de vista estrictamente filosófico, la idea de isla ha estado siempre vinculado a la noción de felicidad y la armonía.

Cambiando de tema, estos días me han bastado para reivindicar mi condición de turista. Sí, hago turismo, puro y duro: voy a los sitios típicos de comer -y si me canso, a un McDonalds-, entro en los museos que hay que ver (y luego visito la tienda adjunta) y, si se tercia, me subo a un autobús rojo con grandes letras amarillas que cuesta 20 euros y recorre la ciudad. Voy a hoteles a ser posible de cadenas conocidas (mi favorita es NH, funcional y aséptica), compro souvenirs en tiendas horteras, me tomo cafés en las plazas principales y, si me canso, visito establecimientos de ropa barata que también hay en Madrid o en cualquier otra ciudad.

El turismo es una forma sencilla y universal de viajar, y no hay por qué avergonzarse de ello. Gracias a paquetes combinados, rutas preparadas y demás comodidades los mortales y comunes hemos podido conocer sitios impesnables antes. Parece mentira que algunos, a estas alturas, traten de explicarse a sí mismos como "viajeros" o algo parecido, intentado añadir un matiz romántico y único a su experiencia, como si pudieran hacer como Robert Byron o Bruce Chatwin, por citar a dos viajeros clásicos, que empleaban meses en recorrer un país, viviendo entre sus gentes y acomodándose en pensiones o casas particulares. ¿Quién, hoy día, puede hacer "viajes" de este tipo?

Yo no tengo masofobia. La masa me informa, me moldea, me ofrece oportunidades de ligar y le da un sentido coherente a lo que hago. Nápoles es un ejemplo de masa viviente y multicolor, llena de vida, imperfecciones y sorpresas.

Concluido el viaje, dejo un vídeo de Capri, para dar algo de envidia. Saluti amici.


http://www.youtube.com/watch?v=ReCkrpsSMF0

jueves, 1 de abril de 2010

Napoli, celo e inferno

Si hay una ciudad donde perderse, borrarse, desaparecer por unos días, esa es, sin duda, Nápoles (Nápoles y sus alrededores vesuvianos y amalfitanos, se comprende). Llevo dos días perdido por aquí y aún no sé si amo u odio a esta ciudad: tal vez la ame y odie al mismo tiempo. Ayer anduve por el centro y cené en el café literario en la hermosísima Piazza Bellini. Hoy he terminado literalmente molido, me duele la espalda y he vuelto antes al hotel. Por la mañana, visité el Castel Nuovo, trapezoidal y de origen aragonés, donde me sorprendió la Sala de los Barones, precisamente porque en ella aún se celebran los plenos del Ayuntamiento y me recordó a los que se veían en Las manos sobre la ciudad, de Franceso Rosi, sobre la especulación que sufría -y sufre- Nápoles. Luego estuve en el Palazzo Reale, borbónico, impresionante (al nivel del de Madrid), desde el que pude ver la imponente piazza del Plebiscito, donde me tomé un capuccino previamente en la cafetería Gambrinus (la original, de hace siglo y medio), donde D'Anunzio escribió no sé qué obra fascista. Después de comerme la mejor pizza que he probado hasta la fecha por la Vía Toledo -una esponjosa "seis sabores"-, me fui a que me diera un síndrome de Stendhal en el Museo Arqueológico. Además de la colección Farnese de esculturas clásicas, abruma la cantidad de frescos de casas romanas pompeianas, y el Salón de Meridiana (creo que se llama así) marea por su tamaño, altura y sus techos estucados con motivos pompeianos y una escultura de Atlas sosteniendo al mundo, en el centro. Terminé un poco harto del Museo porque había una excursión de colegiales franceses, guiados por su profe gay de historia del arte, que infestaban todo con sus gritos adolescentes.

El camino siguió por la Vía Duomo, donde visitié el Duomo, cuya Cripta de San Gennaro contiene los huesos de éste en una vasija (estas estampas de catolicismo cuasi necrofílico suelen provocarme nerviosos ataques de risa, ya me pasó en el Monte Athos con los miles de restos de Santos esparcidos por los monasterios como si fuese una película gore). Y al final, terminé en Via Tribunali, que es la típica callejuela estrechísima de Nápoles, con los artesanos, trattorias, verduleros y vendedores de todo tipo de cosas siendo esquivados por fugacísimas vespinos. Nápoles es enorme, ruidosa, sucia, atestada de belleza arquitectónica y vida en la calle. Y es una ciudad pobre, deteriorada. Más pobre que la más pobre del Sur de España. La zona donde su ubica mi hotel es una especie de Palma-Palmilla versión macro. En Nápoles, tristemente, no funciona casi nada bien. Es un ejemplo de catástrofe urbanística, social, económica y medioambiental. Eso sí, dinero haberlo haylo a juzgar por la cantidad de tiendas de ropa cara que hay en el centro. Eso me hace preguntarme, ¿dónde se va la pasta? La pasta que no tiene forma de lazo o espiral, se entiende.

Ayer no compré billete de autobús, porque no sabía como hacerlo. Casi nadie lo hace. Pero hoy, que había pagado el mío, se subieron dos revisores. Un chico no llevaba billete, y se puso chulo. ¿Cómo acabó la escena? A hostias en medio de Nápoles. Mañana, si hace bueno, iré a Pompeya.

jueves, 18 de marzo de 2010

Vuelven Modern Talking

Retorno a estas líneas ciberespaciales para dar cuenta de un fenómeno planetario, como diría mi correligionaria pajinesca. Sí, porque estoy convencido de que algo tuvo que ver España, y más en concreto, la Comunidad de Madrid y Esperanza Aguirre, con la desaparición de uno de los mejores grupos de la historia musical del mundo, esos inefables y nunca bien ponderados Modern Talking, que nos hicieron enloquecer a muchos retrospectivamente con su glitter ochentero, con su chumb-chumb electro-meloso, sus ropajes a medio camino entre la Corte de María Antonieta y una comuna hippy californiana, su melenudo cantante moreno con su enigmática NORA al cuello, sus hits de remember y sus pegadizos haikus (your my heart, your my soul, I keep on shinning everywhere you go)que introdujeron al euro-trash en la poesía conceptual.

Mi teoría es la siguiente. Este grupo desapareció a mediados de los noventa, bajo el Gobierno de Aznar. En ese momento, un tipo llamado José Güemes entraba como asesor en el Ministerio de Economía. A partir de ahí, iría de cargo en cargo hasta ser consejero de la Comunidad de Madrid, con tita Espe. Pues bien, la hipótesis que siempre he manejado es que en realidad Güemes es el moreno de los Modern Talking, que huyó de la música después de una depresión al descubrir que NORA no era una mujer, sino una travesti tibetana emigrada a Stuttgart por el conflicto geopolítico con China. Eso obligó al moreno cantante a aceptar su siempre latente homosexualidad y a hacer penitencia, para lo cual, aprovechando un laboratorio experimental eugenético creado por los nazis que sobrevivió clandestino en los bajos fondos de Renania, se operó y se convirtió en Güemes y huyó a Madrid.

Se cuenta que en la Consejería, y en todos los sitios por los que pasó, dejó un reguero de lapsus que por fin lo habrían delatado. "Consejero, tenemos un acto en Móstoles", "¿A qué Nora es?". "Te llama la Presidenta". "Sí, mi Cheri Cheri Lady, digo mi Presidenta, claro, sus órdenes, Atlantis is calling"...

Ahora Güemes deja la política y la Consejería de Sanidad, después de haber entregado la sanidad pública madrileña a Florentino Pérez para que pueda seguir ganando dinero a costa de nuestras enfermedades y fichando a deliciosos efebos como Ronaldo. Creo que este abandono de Güemes coincidírá con una vuelta a los escenarios de este magnífico dúo que identifican a Europa con la distinción y el buen gusto, versión germana de las Baccara y Romina y Albano, y que previsiblemente comenzará su tour por el Gris para seguir por el Morocco y terminar en Passion, en pleno Torremolinos. A disfrutar...



lunes, 15 de febrero de 2010

Otros tiempos

Antes de que el bottox y la cirugía hicieran estragos en su rostro, deteniendo el paso del tiempo pero congelando su expresividad en un momificado gesto de edad indefinida entre los 50 y los 120 años (cada vez hay más mujeres cuya década de nacimiento empieza a ser indiscernible debido a estos apaños químicos), Shirley Bassey pudo ser la cantante más coqueta, y tal vez más impactante de Europa. Basta verla (y oírla) en esta actuación en el Albert Music Hall.

Claro que eran tiempos dorados para la imaginación teñida de charm, décadas atravesadas por el glamour sobrevenido después de la Guerra Fría, cuando la Europa reconstruida de la Post-guerra se entretenía creando a sus propios demonios y superhéroes: irónicos espías, agentes dobles distantes o sarcásticos, asesinos con palco en la Scala de Milán, infiltrados del MI6, la CIA, la KGB o la STASI que amaban en varios idiomas, asaltaban, disparaban, huían o perseguían y nos salvaban a todos del peligro comunista, y eso sí, sin despeinarse, con un gin-tonic en la mano y vistiendo un impoluto traje gris marengo de cuellos almidonados. Como dice mi amigo X sobre el James Bond que encarnara Sean Connery, ya no quedan hombres con pistola y pitillera de plata, y que además conduzcan un Aston Martin.

En ese imaginario cinematográfico y literario cuya cartografía oscila entre la Côte d'Azur y más allá del telón de acero, entre Londres y Venecia, plagado de Ripleys, Leamas y Bonds, donde no faltan envenenamientos en copas de Veuve Clicquot y besos apasionados en el Orient Express, donde abundan artefactos mortíferos camuflados en maletines o elegantes zapatos de charol, y cuyas historias no resisten la tentación de incluir algún un accidentado paseo en yate, la voz de Bassey suena tan apropiada como una brisa en Santorini.

lunes, 8 de febrero de 2010

Invicto

Invictus

Más allá de la noche que me envuelve,
negra como un pozo abominable,
yo agradezco al dios que fuere
mi alma invencible.

Caído en las garras de las circunstancias,
ni he gemido ni he gritado.
Bajo los golpes del azar
mi cabeza está ensangrentada, pero no me he postrado.

Más allá de este lugar de cólera y de lágrimas
sólo se vislumbra el horror de la sombra.
Pero incluso la amenaza de los años
me encuentra y me encontrará sin miedo.

Lo que importa no es cuán estrecha es la puerta,
ni cuántos con cuántos castigos nos aguarde.
Yo soy el patrón de mi destino,
Yo soy el capitán de mi alma.


William Ernst Henley (1849-1903)

miércoles, 27 de enero de 2010

Tengo un mal romance

Lo confieso. Junto a las pelis de Bergman y de Passolinni. Junto a la literatura de Marcel Proust y Kafka y Norman Mailer y Paul Auster, soy un admirador de Lady Gaga. Tengo, parafraseándola, un bad romance con ella. Creo que en esta eterna post-adolescente con cara de ida, con ojos de atardecer encocado bajo las palmeras de Suset Boulevard, con fealdad de alta costura, con movimientos dislocados de diseño, se resume la totalidad de nuestro tiempo. De nuestra estética. De nuestro drama. De nuestro exquisito vacío.

Es una musa con ecos de antaño y formas futuristas. Salvando las décadas y los estilos, tiene el malditismo obsceno de Mina, la fragilidad bobalicona de Edith Piaf, el glamour trágico de Melina Mercouri. Lady Gaga es la fiesta loca minutos antes de que el mundo explote. Es la felicidad arañada al inmiente desenlace fatal. El Carpe Diem transportado a California. Bret Easton Ellis hubiese soñado con inventarse a Lady Gaga.

Entramos en Los Ángeles escuchando Just Dance, y en Las Vegas, con Poker Face. Su vocecilla sonaba épica en el desierto, y sarcástica en la ciudad. No sé qué me chifla de ella. Creo que es su belleza que parece surgida del mal, su carnalidad insolente y casi ofensiva, el barroquismo posmoderno de su vestuario, en fin, su imperfección inexplicablemente hipnótica.

Basta escuchar y leer (en español, en este vídeo) la letra de su Bad Romance, un retorno al romanticismo grotèsque, un himno al amor fou que logra ser aún más irónico que burdo.

En fin. He caído en los brazos de esta friki-musa for good.

lunes, 18 de enero de 2010

Culminación

Viaje a Málaga. Objetivo, concluir la tarea en la que he invertido 5 años de mi vida. Una tesis doctoral que no puede ser el final de nada, sino el principio de todo (o de muchas cosas). No es un parto, pero sí una parte y una puerta, un pasaje intelectual y administrativo hacia futuras opciones.

Cuando te juegas el resultado de cinco años de esfuerzo en poco más de una hora, la experiencia del tiempo puede ser muy desestabilizadora. La clave está en que no hay una relación proporcionada entre el coste y el beneficio de la operación. Si sale bien, tendrás un pedigrí académico incuestionable, prestigio, auto-satisfacción y un papel oficial que dice que eres doctor y puedes dar clases en la Universidad. Si sale mal, además de la ignominia y la cicatriz imborrable en tu autoestima, habrás perdido 5 años que bien hubieras invertido en otra cosa. Nada ni nadie podrá devolverte ese periodo de dedicación y desvelo. O sumas o restas, pero ya no te puedes quedar como estabas. Ya no.

Durante los días previos se produce -admitámoslo- una crisis generalizada del yo. Hay una vanidad autocuestionada (no sirvo para esto), que se amplifica gracias a una inevitable y repentinamente descubierta inclinación hacia el pensamiento catastrófico. Resulta que uno, futuro doctor con una tesis sobre un complejísimo y sesudo sociólogo alemán, posee una íntima tendencia a creer en turbios presagios. Falla la cafetera, y ah, ¡es una señal clarísima de la inminencia del fracaso! Muy racional. Por no hablar de las manifestaciones clásicas de la superstición, que parecen acumularse durante esos días, como si hubieran esperado todo el año para aparecer juntas. Nunca habías visto un gato negro en la Plaza de los Cubos, hacía meses que no se te caía el salero, y resulta que el espejo del baño tiene una grieta que deforma picassianamente tu rostro.

Sí, uno no cree en esas cosas, pero y si, y si, y si. Todo, hasta el más leve indicio, pronostica un desenlace fatal. Maldiciones y augurios, barruntos y vaticinios se mezclan con leyendas negras que hablan de doctorandos que se quedaron en blanco, o de tribunales impíos que despellejaron a la víctima de turno delante de su propia familia con comentarios mordaces y escalofriante desprecio.

De nada sirve que te hayan dicho que eso no pasa casi nunca, que casi siempre dan cum laude y que la hora de angustia no es más que un trámite necesario. En el fondo, eso es peor. La minimización de las posibilidades de fracaso convierten a éste en algo verdaderamente terrorífico. Uno se imagina casi solo en una especie de club apestoso de doctores fallidos, junto a los peores parias del planeta, tomando un Bitterkás y comentando cada uno sus circunstancias específicas (¿Y a ti qué te pasó, por qué estás aquí? Eemmm, bueno, parece que a los miembros del tribunal no les interesaron mis investigaciones sobre el cambio de hábitos sexuales de las moscas zulús a raíz de la colonización africana. Otro: yo me quedé bloqueado, según mi director de tesis, el trabajo era magnífico, pero llegué allí y no sabía qué decir, ¿te lo puedes creer? Yo que me tengo por un tío elocuente y extrovertido, que nunca tuve problemas para entrar a una tía en un pub).

Pero llega el día, la hora, el minuto, el tiempo parece detenerse, y uno se sitúa en el centro, ante el gran tribunal docente, solo ante uno mismo, y ya sólo te queda romper las barreras del silencio, tomar la palabra, dejar correr al río, olvidar al gato negro y el salero y las improbables leyendas urbanas. Y te das cuenta de que hay un discurso, un texto, un sentido. Que todo sale a la perfección. Que eres un máquina. Un puto hacha. Que te vas a comer el puto mundo.

Llegan los halagos, los aplausos y felicitaciones, que son un narcótico de la hostia, la mejor droga. En fin... que pasas de la crisis generalizada del yo, a un superátiv de autoestima, una inflación de vanidad, un crecimiento exponencial de la egolatría.

Entonces, dos días después, te subes en el AVE, te quedas dormido, y al levantarte te das cuenta de que te han robado el móvil.

Y sí, el mundo vuelve a ser jodidamente real... Afortunadamente.

lunes, 11 de enero de 2010

Un día de nieve

Era inevitable. El crujido de la nieve convertida en hielo bajo mis pies, al caminar por Ciudad Universitaria, me recordaba a cuando trataba de quebrar una galleta Maria con una cuchara en un tazón de leche. Reminiscencias proustianas de la infancia. La visión de las facultades cubiertas de blanco me impresionó porque sólo un mes antes estábamos a 40 grados. El mes pardo de hojas secas y cielos grises duró poco. Sí, por fin, esto era Madrid.

El viejo solía sentarse a leer en un banco en una calle imprecisa entre mi Colegio Mayor y Reina Victoria. Lo veía a menudo. Por las tardes que hacía bueno yo solía ir, también a leer, a un parque cercano a su banco, donde por la noche se hacía botellón. Y cuando hacía malo, me metía en una cafetería que había enfrente y dejaba pasar las horas, tomando hogareños chocolates calientes, e inmerso en novelas (Cortázar, Saul Bellow, Bret Easton Ellis, William Bourroughs).

Al principio lo veía pero no lo miraba (como si fuera un elemento más del paisaje, mobiliario urbano), hasta que empecé a observarlo, a darme cuenta de que ese banco le pertenecía (como a un lobo sus dominios) y que, mecánicamente, hacía lo mismo que yo: leer. Todo le parecía indiferente. Pero nada le resultaba ajeno. Si lo mirabas bien, por él habían pasado todas las edades. Era un joven envejecido. Tal vez un viudo. Un maduro interesante devenido prematuramente en anciano, un atractivo ya oxidado (pelo cano y ralo, arrugas en una piel de lija blanquecina), gorros de lana y chaquetas gruesas y ocres como su piel.

Era fácil establecer un paralelismo entre nosotros. Como el tiempo es una magnitud relativa, en un abrir y cerrar de ojos pensé que yo sería él dentro de toda una vida (o que él era una versión de mí que había venido deportada desde el futuro). A veces el laberinto de las ciudades nos sitúa delante de espejos vitales, de duplicaciones inverosímiles. Pensé que el final de algo siempre se parecía al principio. El comienzo de la primavera imitaba al final del otoño. Toda una concatenación de azares, experiencias, conquistas y pérdidas para terminar como empezamos: leyendo un libro en la misma zona de Madrid, como si nada más importase. La tentación de averiguar cuál sería su dieta literaria empezó a ser difícilmente soportable para mí. Si él era, en cierta medida, yo dentro de 5 décadas, quería saber qué leería entonces, de qué me alimentaría.

Aquella noche había nevado (casi) tanto como ayer. Bajo aquel edredón, el Johnny (así llaman, desde los años 60, al San Juan Evangelista) parecía una residencia estudiantil alemana, un sitio que albergaría a los futuros físicos cuánticos, y no el bullicioso pero irresistible tinglado español con club de jazz y comedor de colegio. Salí a la calle con el libro que entonces me estaba leyendo, El día que murió Marilyn, de Terenci Moix. Dejando un camino sospechoso de pisadas sobre aquel merengue inmaculado me dirigí al banco. Y allí estaba el viejo. Me senté en una de las esquinas. Noté que me observó con una cierta incomodidad, calibrando por encima de su libro la amenza que suponía yo para su calma dedicación. Era obvio que no estaba acostumbrado a intrusos, que disfrutaba de la soledad. Creí oír un ligero gruñido (aunque puede que fueran imaginaciones mías), pero luego volvió a concentrarse en su lectura, pasando olímpicamente de mí. Entonces me fijé en el libro. No recuerdo el título, pero vi claro el nombre del autor: Corín Tellado.

El corazón me dio un vuelco. La decepción se mezcló de manera extraña con la sorpresa. Yo que me esperaba a un viejo existencialista y sabio, un antiguo comunista o ex-profesor de universidad de literatura contemporánea, tal vez un escritor fracasado o un antiguo periodista, un ex agente del FRAP o de la KGB, quizás alguien que había vivido exiliado en París durante la dictadura, que leería a Camus, a Sartre, a Baroja o Unamuno... resulta que devoraba folletines de amor, como en esa novela de Luis Sepúlveda. Entonces me acordé de que mi abuelo hacía lo mismo. Se sentaba en el sofá del salón de la casa valenciana (amplia y oscuramente burguesa) a fumar tabaco negro (Ducados) y zamparse, una tras otra, novelitas de Corín Tellado. Silencioso, cabreado con el mundo y sin hablarse con mi abuela desde hacía años (esos ásperos matrimonios tan de esa época), aquello parecía lo único que le proporcionaba placer, que lo abstraía.

Estuve tentado de iniciar conversación con él, de saber su nombre, su historia, de oír su voz, que sería ronca o apagada, acogedora o arisca (uno nunca sabe si el vino de crianza estará picado o más delicioso que nunca, con todos los sabores perfectamente fundidos en uno solo). Pero creo que le habría importunado demasiado. La soledad y aquellas historias románticas era tal vez lo único que le quedaba en este mundo. ¿Para qué quitárselo? Pasó el invierno, y el viejo siguió yendo al banco, a leer novelitas de Corín Tellado. Y yo a mi parque y mi cafetería. Llegó la primavera y se esfumó el verano. Siguió igual. El tiempo parecía casi no pasar. A veces, el viejo llevaba un periódico gratuito con el que alternaba lectura novelesca.

Me fui del Colegio Mayor, viví en Alberto Aguilera, en Bretón de los Herreros y en la Calle Princesa. Transcurrió casi una década. Hace un año fui por la zona, por una gestión que no viene al caso. El banco ha desaparecido y en su lugar hay un enorme cartel publicitario que cambia automáticamente de anuncio y afea la esquina con tipos musculados que lucen boxer o coches de última generación. Tal vez, el viejo dejó de ir antes de que le robasen esa esquina apacible de Madrid. Quién sabe. Hoy, con la nieve, me he acordado otra vez de él. Hace un día precioso, perfecto para leer novelas de amor.

viernes, 8 de enero de 2010

Pequeño y satírico Soneto invernal

En esta eternidad sin intermedio,
de montaña del Tíbet sin asceta,
de calle Montera sin proxeneta,
de triste crucigrama sin remedio.

En esta tela de juicio sin faltas,
de triste magistrado sin sentencia,
de acusados que no piden clemencia,
de secretarias que esconden sus faldas.

Ya han cesado los rayos del poeta,
Manhattan ya no es de nosotros dos,
hay rebajas en el Zara del amor,
pero no hay crédito en esta tarjeta.

Peces en el río del Moet Chandon.
Le lanzaré una opa al desaliento,
para comprar un beso de año nuevo.
Este enero, los Reyes traen carbón.

lunes, 4 de enero de 2010

Strong

Pasan los años. Y el deseo -la calentura, estar hot como una perra- siempre está de moda. Cambian nuestros gustos musicales, la ropa que vestimos, y hasta nuestros estados emocionales amplios. Pero seguimos, cual perro de Pavlov, salivando al estímulo, al condicionamiento clásico del sexo por el sexo.

El sábado volví al Strong. O lo que es lo mismo, la discoteca gay con el cuarto oscuro más conocido del mundo. La única discoteca que conozco que gana la batalla del tiempo y de las preferencias de la comunidad homosexual, tal volátil, tan caprichosa. Y el sábado, comprobé -una vez más- que es el único local que, por encima de fronteras culturales, reúne a todos los subtipos de gays; en la pista me vi bailando en medio de osos, neopunks, pijos, alternativos, muscu-calvas, viejos y niñatos. Es la insoportable universalidad del morbo.

Un gusano. Eso es lo que es. El deseo compulsivo, irracional, casi obsceno, prohibido, oculto, sucio, pringoso, amorfo, irresponsable, el deseo sin motivo, oscuro, inevitable, abstracto es un gusano que tenemos en las tripas, como una solitaria adosada a nuestros tejidos adiposos que nos genera más y más hambre cuanto más comemos. Un hambre imposible de saciar porque cada comida alimenta más al monstruo de siete cabezas.

También se me ha ocurrido pensar alguna vez que el Strong es una especie de aparato digestivo.

La boca estaría en la entrada, por donde entra la carne humana. El estómago sería la pista de baile y las barras, donde la carne de hombre se prepara, macera y ablanda con los jugos gástricos (llámase alcohol, luces tenues, música tecno atronadora). La primera parte del cuarto oscuro, el laberinto, serían los intestinos, que finalmente desembocarían en el recto, las últimas salas, sumidas en una oscuridad absoluta, donde se expelen todos líquidos. Donde la carne ya no tiene forma y es una amalgama, una pasta que busca explotar hacia el final, hacia la salida. Dos o tres horas, desde que se entra, hasta que se eyacula al fondo del local.

Fui con J, I y unos amigos de I. Pensamos que el fin de semana de macro-fiestas chic para despedir el año dejarían un saldo interesante de gente cachonda con ganas de marcha. No nos equivocamos. El Strong estaba hasta los topes. Bailamos y bebimos, macerándonos con gin-tonics antes de ingresar en sus intestinos.

Y cuando entramos, cuando entré, fue como cuando Alicia cruza el espejo y se pasa al otro lado de la realidad.

Allí, dentro, muy dentro, muy al fondo, la estructura de las cosas se invierte. El mundo se ve al revés, como en un espejo cóncavo. No todos están preparados para esa inversión ontológica, para esa inmersión en el reverso de uno mismo. Porque allí está fuera lo que normalmente se queda dentro. Lo bello está supeditado a lo grotesco. La identidad, sometida a la voluntad. La individualidad al grupo. El placer al peligro. El bien al mal. Una ficción colectiva grotescamente democrática, donde no cuenta el mérito o la belleza, donde todo se comparte y se diluyen las jerarquías que nos dividen y dan una forma lógica, aceptable y cívica a nuestros deseos más íntimos.

El alcohol me había ablandado, pero tal vez no lo suficiente. Caminaba cerca de la tentación, bordeándola, pero con las alertas demasiado despiertas. Caminé , entre las sombras, persiguiendo en vano a un chico musculado de facciones simétricas y rotundas. Digo en vano, porque a los minutos lo vi sentado engullendo pollas sin pensar a quién pertenecían. Se me empalmó de golpe, pero no me atreví a colocar mi miembro en su boca y ser uno más. Hubiese sido fácil, pero no lo hice. Las malditas alertas. La ingesta insuficiente de alcohol.

Y seguí caminando y entre las caras que se ven difuminadas o borrosas distinguí a X, un amante de hace tiempo. Recordé de golpe su nombre, y que tenía un buen culo, y también que era filólogo árabe. Un tipo interesante con el que compartí más de un polvo y más de una conversación sobre el conflicto en Oriente Próximo. Me saludó tímidamente, incluso me dio dos besos, un signo de civismo en el centro de la selva que se cargó rápidamente de significado.

Aburrido, decepcionado, algo asqueado, volví a la pista y bailé con I.
J seguía perdido por los intestinos.
I me ofreció GHB, pero no quise, y recordé cuando lo conocí y me dio a probar el éxtasis, un domingo en el Space.

Cuando la pista se iba aclarando y la velada iba tocando a su fin, volví a ver a X, el filólogo árabe, sentado en unos de los laterales de la pista. Me miraba. Tenía la cara sombría y me acerqué.

-¿Qué tal fue?
- Eres el único que conozco aquí. Necesito hablar, A. Escúchame por favor. -En su mirada vi algo que tenía más que ver con la ansiedad, que con el miedo.
- Habla.
- Se ha perdido el condón. Se ha debido quedar dentro. O eso creo.
- ¿Se lo había puesto?
- En principio sí, pero cuando se sacó la polla, no lo tenía. Estábamos en una cabina. Tal vez se rompió, o a lo mejor no se lo puso. Estoy acojonado. No sé lo que ha ocurrido.
- ¿Y el tipo?
- Se subió el pantalón a toda hostia y se fue.
- ¿Quieres que salgamos?
- No quiero amargarte la noche. Demasiado estás haciendo. Tío perdona.
- No me cuesta nada. Debes estar pasándolo mal. Tú harías lo mismo.
- Jodidamente mal. Aquí sólo te conozco a ti. Esto es una mierda. No debí venir.
- No te preocupes. Tal vez el otro tío esté igual que tú, cagado de miedo, sin saber qué coño ha ocurrido. Lo más probable es que no haya pasado nada. Va, no te comas más el tarro, venga, anímate, salgamos a desayunar. Te invito a unos churros, que es Año Nuevo.

Y salimos. Y pensé en los intestinos de Madrid. En el sida (o en su idea) comprando billetes aleatoriamente para viajar en cada corrida y conquistar nuevos cuerpos para su causa global, para su guerra sucia e injusta, convirtiéndonos en víctimas y verdugos de nosotros mismos. Cada polla es una guadaña, una pistola con una bala en el tambor, más efectiva cuanto más grande o suculenta; la belleza tiene algo de venenoso. Qué débiles somos. Adictos a nuestra propia destrucción, o a la posibilidad de la misma. Cómo nos gusta caminar por delgada, finísima frontera que separa al infierno del paraíso. Cómo nos gusta mirar a ambos lados y reconocernos en los dos lugares, ciudadanos de ambos territorios.

Y miré a X. Casi no lo conocía y había, de repente, un vínculo renovado entre ambos. Comiendo churros, lo comprendí. Entendí lo que había hecho y sentí en carne propia las bromas de mal gusto que la vida siempre nos tiene preparadas. Y pesé que, a pesar de todo, (yo, pero tal vez él también) volvería a aquel lugar donde el deseo del otro, del desconocido es insoportable; un deseo extraño y directamente proporcional al miedo que nos da.

Porque el otro, en la oscuridad, es la promesa de algo nuevo, algo que no sabemos si será sublime u horrible, pero que necesitamos descubrir. Y si nos atrae tanto no es por nada, sino porque en el fondo misterioso y terrible de los demás, estamos nosotros mismos, apechugando con nuestro vacío.