viernes, 23 de noviembre de 2012

George

He leído que ha suspendido la gira que tenía en marcha, por ansiedad. Su público se quedará sin escuchar en directo "White light", esa maravilla tan electrizante como profundamente triste, tan narcótica como estremecedora. Así es Michael, así ha sido su vida: una fiesta cancelada, o una fiesta que siempre termina en comisaría o entre sirenas, hacia un hospital. El placer al filo de la destrucción. La destrucción o el amor, que decía el poeta, ese ideal de vida al límite, esa manía inconsciente de encarnar la metáfora de nuestro propio absurdo.

Al final, George es sólo alguien que hace sin saber qué hace, que goza sin saber qué goza, que destroza y abraza, que renace de sus cenizas para impregnarlo todo con esa imprevisibilidad que sólo tienen los más grandes. De él dicen de todo: que es el último juguete roto de la fama y el pop, que tiene sida, que está loco de atar. Tal vez. Pero quien ha vivido tantas vidas en una puede morir muchas veces. Porque se va acercando a la eternidad.


jueves, 25 de octubre de 2012

Leaving

Estaba en la esquina de una azotea, donde había una fiesta. Valencia quedaba a nuestros pies. Gente elegante, moderna, con pañuelos al cuello, música chill-out. Se levantó y cruzó la azotea. La misma imagen de dandy del tardofranquismo que la última vez que lo vi, hace 22 años: bigote entrecano, pelo denso y piel oscura habitaban dentro de un traje de lino marrón. El mismo olor a Ducados, el mismo gesto paternal y extemporáneo, lleno de una autoridad adherida a la piel con el peso leve del tiempo. Mi abuelo no había envejecido. Al contrario, parecía rejuvenecido, más alegre, como si estuviese gozando una libertad recobrada.

Me fundí en un abrazo con él. ¿Dónde estabas? ¿Tú no te habías muerto? Eso es lo que creíais vosotros. Ese entierro fue una farsa. Simplemente desaparecí. Necesitaba alejarme de tu abuela, de tus tíos, de todos vosotros. Necesitaba vivir mi vida. ¿Y dónde fuiste? A muchos sitios, pero en realidad, siempre he estado cerca.

Me fui con él. Me dice esto, y con su Ducados adornado con una boquilla de marfil me señala a otro hombre de su edad que se acerca hacia nosotros, y cuyo rostro, por algún motivo, no puedo distinguir. ¿Eres feliz? Es ahora cuando soy feliz. Y entonces los tres juntos iniciamos un recorrido por la Valencia exacta de los años 80, esa ciudad que me enseñaba mi abuelo cuando me dejaban con él: primero fuimos a un kiosko a comprar regaliz, como entonces; luego atravesamos la Plaça Redona, con sus tiendas de pájaros, pasamos por la calle San Vicente Mártir, donde tuvieron su primera casa; bordeamos los Reales Viveros y volvimos a la puerta de la Bolsa, a la que seguía acudiendo por afición de banquero injubilable.

Durante este trayecto, algo que parecía inconcluso se va encajando, casi sin darme cuenta. Y termina de encajarse, con una paz infinita, en el preciso momento en el que mi abuela, su viuda, toca la puerta de mi habitación y me despierta. Cuando la miro, en el ocaso de su vida, un saco de recuerdos, estoy tentado de contarle que lo he visto y que está bien.

Pero es mejor no hablar de eso. Ella lo sabe. Mejor que yo. Y mientras me barnizo la cara con crema de afeitar y voy quitándome las legañas delante del espejo, me digo que, por alguna razón inexplicable, hay gente que nunca se va.



viernes, 28 de septiembre de 2012

Soltarse la melena

Aguanté unos dos meses con la esperanza de que lo peor era lo de enmedio y que al final quedaría bien. Alguien sensato de mi familia, o de mis amigos, además del espejo al que no quería creer, debió de serme franco: "Picha, mejor que te vayas a la peluquería. Y rápido." Debía dar un poco de miedo... El kamosisa era ahora un adolescente asilvestrado, transformado en un híbrido estético entre los chunguitos y el cantante de Boney M. Pero eso sí, con una camiseta negra de Metallica. Muy en la línea del estilo algo macarra y flamenco-marginal del heavy metal andaluz tipo Triana. ¿Fumaría porros, se drogaría, robaría radiocasette de los coches? Debían preguntarse las pijas de El Candado cuando me veían con mi mochila y mis walkman volviendo del Colegio Público.

No, no quería parecerme a Antonio Flores, o a los de Triana, por mucho que los admirase, sino a los chicos guapos de Seattle, como Eddie Vedder, Kurt Cobain, o al nuevo David Gahan, reconvertido jesucristo heroinómano. Eso sí que eran melenas sedosas, de anuncio, con glamour, de las que gustaban a las tías (y a los tíos).

Pero el sueño de dejarme el pelo largo volvía a estrellarse contra mi genética: un pelo demasiado duro, crespo y rizado. Una fregona áspera. Un perfil excesivamente meridional como para parecerme a mis ídolos de la MTV. Por qué me habrán parido tan malaguita, tan serrano, tan torero. O tan chunguito. O tan chicho.

Pero, pelillos a la mar, queda la rebeldía, queda la melena interior y queda el viento de la vida y las injusticias para sacudirla de vez en cuando.

Tal vez, a ellos, a los que sigan vivos, ya nos le quede melena. Pero a todos nos queda la música. La suya.

Keep on rocking in the free world:



viernes, 31 de agosto de 2012

Budapest

Acostarse en una ciudad y despertarse en otra, como si el sueño te hubiese transportado, debía de ser común en el ecuador de la revolución industrial, esa época en la que los pesados pero implacables trenes se tomaban su tiempo, estación a estación, hasta llegar a su destino. Hoy día la Alta Velocidad, los aviones y las carreteras han casi pulverizado el sueño como separador entre partidas y llegadas. Amanecer dentro de una nueva ciudad, literalmente en su seno, viendo aparecer por la ventanilla, al ritmo de un vals, las primeras casas y personas, sus primeros paisajes periurbanos, es una experiencia ya improbable, reducida a los pocos trenes hoteles que quedan por Europa.

Uno de ellos lo cogí este verano para hacer el trayecto entre Praga y Budapest. La noche anterior abandonamos la ciudad de Kafka y Dvorak convencidos de dejar atrás más un parque temático rebosante de turistas que en una joya del Moldava. A las 8:30 de la mañana un operario checo llamaba a la puerta de nuestro camarote para traernos croissants con chocolate y café y anunciarnos, como en una novela de Agatha Christie, que habíamos llegado a Budapest. Eso sí, sin asesinatos que investigar ni detectives belgas.

Este post no va sobre Budapest (ciudad de epidermis desleída y ocre, de teatros austrohúngaros y baños otomanos).

Va sobre el tren.

Varios de los momentos más felices de mi vida los he pasado a bordo de trenes: unos antiguos y lentos, otros modernos y ultrarrápidos. La metáfora del tren como metrónomo del vivir resiste los avances de la ingeniería -o los acompasa. Resulta curioso que en español (a diferencia de otros idiomas) demos dos significados tan complementarios al vocablo "estación": estación como periplo del año, como capítulo que organiza la narrativa de los 365 días, sin la cual nuestra experiencia se diluiría en un continuo fluir sin la perspectiva necesaria que dan los cambios de ciclo, de cielo, de climas. Pero también estación como parada en un viaje, donde el tren nos deja o nos recoge. Estación en el tiempo, estación en el espacio. En ambos casos, esclusas que trocean y ordenan la corriente de un río para hacerlo navegable, para darle sentido al movimiento.

Todos morimos en tránsito: no existen estaciones terminis. Tal vez por eso, la de Anna Karenina es una muerte doble: muere arrollada por un tren al que no pudo subirse. 

Lo primero que vimos en una pantalla de cine era un tren llegando a una estación. Pasan y pasan la película y los años, y el tren sigue llegando. Exactamente el mismo tren. El tren inauguró otra era: la del cine. Hijos modernos del movimiento.

El tren, invento del siglo XIX, ha creado nuevas y transitorias patrias que han desafiado los empeños fronterizos de los nacionalismos europeos más obtusos. Un vagón sigue siendo la mejor embajada  para los "ciudadanos del mundo", aquellos personajes de alma intrépida y espíritu cosmopolita que nacieron con el avance de la imprenta y las comunicaciones, que soñaron con las novelas de Verne o de Conrad, para quienes la idea de desayunar en París y cenar Amsterdam era un prodigio que justificaba los desvelos del progreso. En sus cafeterías y camarotes se han cruzado destinos invisibles que han tejido la red de ciudades sin nación y de vidas desterritorializadas que son el germen difuso de nuestro continente.

Cuando pusimos el pie en Budapest, me convencí, por fin, de algo: El tren es un invento europeo, en una medida similar en la que Europa es un invento del tren.


viernes, 10 de agosto de 2012

...terra promessa

Aún está reciente, pero si no lo cuento podría olvidarse, perderse.

No fue en un pueblo con mar, una noche, ni después de un concierto. Fue en una ciudad italiana, a los pies de los Alpes, después de un encuentro universitario de varios días en el que participé como conferenciante.

Era viernes, a las 5 de la tarde. Volvía a mi hostal con mi diploma y muchas manos apretadas. Al día siguiente: Ryannair y vuelta a España, al paro, a la búsqueda de trabajo. Un doctor que da conferencias en universidades italianas pero que cobra un subsidio de desempleo expresa un fracaso social difícil de medir.

Sí, me adentraba en el ecuador de los treinta con más dudas que certezas. Pero las horas que me quedasen en Italia me olvidaría de todo, hasta de mí mismo.

Las calles se animaban de gente. Las montañas brillaban de nieve radiante al fondo, ya acariciadas por el sol de la primavera. Poco antes de enfilar la calle de la fonda en la que me hospedaba (un piso cutre  arriba de una trattoria, junto a las vias del tren; 35 euros la noche), me encontré la gelateria y entré.

No me podía ir del país alpino sin probar el más suculento e irredimible de los pecados: un gelato de nocciola y stracciatella. Me costó un año viviendo en Milán y tal vez algún kilo de más averiguar que esa combinación era la que me mataba.

Hasta horas después, cuando en un bar con wifi logré abrir el Grindr y ver su mensaje, no supe que se llamaba Marco. En ese momento sólo vi dos ojos azules, una barba de varios días que enmarcaba una sonrisa color vainilla, y unos brazos con varios tatuajes que me servían mi pecado cremoso en una tarrina de cartón.

Sí, claro que reparé en su belleza. Cómo no. Pero en Italia la belleza abunda tanto que uno termina por darla por hecho, por no distinguirla. No es una cuestión de guapos o feos (tal vez en España la gente sea aún más guapa). Es una cuestión de actitud ante la vida. Hay belleza en formas de vivir, de vestir, de hablar, de moverse. Hay belleza en el estar.

- Sei tu il ragazzo che è venuto oggi alla gelateria? (Eres tú el chico que ha venido hoy a la heladería?)
- Si, sono io. Sono spagnolo. Parto domani. (Sí, soy yo. Soy español. Me voy mañana)
- Mi sembri bello. Cosa fai questa sera? (Me pareces guapo. ¿Qué haces esta noche?)
- Tu sei veramente bello! Non so. No conosco nessuno qua. (Tú eres verdaderamente guapo. No sé. No conozco a nadie aquí).
- Ci troviamo ed andiamo in disco? (Quedamos y nos vamos a una disco?)
- Certo! (Claro!).

Duramos una hora aproximadamente en la discoteca, y nos lo bebimos todo. A nuestro alrededor, muchos tíos no sólo italianos, sino centroeuropeos y jóvenes erasmus de todo el continente, bailaban los temas house y techno del momento.

Marco era de Bologna, y estudiaba ciencias políticas. Le conté que acababa de dar una conferencia en su facultad. No le impresionó lo más mínimo. No creía en la universidad. Estudiaba, hablaba idiomas (aún no el español), pero trabajaba en una heladería. En sus ratos libres, ensayaba como trapecista en un circo. Era el único pero eficaz deporte que hacía. Soñaba con volver a la India. Con viajar más. Con salir de Italia.

Fui sincero y le dije que mi vuelo partía domani mattina, pronto. Allora ci andiamo a casa, vuoi? Sí, claro que quería ir a su casa. Un trayecto que hicimos borrachos, en su bici, a punto de matarnos o estrellarnos contra un tranvía nocturno. Nos besamos en el ascensor de hierro forjado, en el rellano de su casa, en su habitación. Su cuerpo de trapecista era un mapamundi de tatuajes, de experiencias bien marcadas, a pesar de su juventud. Alguien que hacía curiosas piruetas entre sus emociones y la realidad, siempre a punto de caerse, pero sin renunciar a la altura que dan los ideales a esa edad.

Por la mañana, me hizo un café, antes de salir. Aún olíamos a sexo, a abrazos, a cariño. Dormimos abrazados, sin renunciar a caricias, como dos perfectos desconocidos que han cruzado destinos divergentes pero compatibles en otras circunstancias.

No sé qué habrá sido de él ni si encontrará su Tierra prometida. Yo la sigo buscando.

Al montarme en el avión puse la canción con la que Ramazzoti, a la edad de Marco, se dio a conocer en el Festival de San Remo. No es gran cosa, pero tiene la virtud de rimar con la vida:




miércoles, 18 de julio de 2012

Pero tengo fondo de armario

Abrí el armario. Elegí la camisa Ralph Lauren a rayas, faldona, de hace 15 años, cuando se llevaban así. Con ligeras hombreras. Como no me había pelado desde hacía dos meses, con gomina Giorgi de 3 euros convertí mi moño frontal en un desafiante tupé a lo Rick Astley. De un cajón perdido salieron unos Levis algo abombados. Metí la camisa por dentro. Con el tupé, la camisa grande, los vaqueros abombados, sólo me faltaba una corbata de cuadros para parecer el perfecto vintage. Y no, a pesar de que luego me miraban por la calle Princesa como si de un moderno retro se tratase, no es una cuestión de estilo.

Es, sencillamente, que...

NO TENGO DINERO!!!                                   Y es verdad.


viernes, 6 de julio de 2012

Verano sobre (dos) ruedas

Los recuerdos de la infancia son como los apuntes de la carrera. Cuando buscas otra cosa de golpe te topas con ellos. Enfrentarte a tu letra de hace quince años puede ser una experiencia desconcertante, especialmente si llegas a comprenderla. ¿Realmente aprobé esta asignatura? ¡Si no recuerdo nada! No, no es el contenido lo que queda. Lo que queda son los tics de tal o cual profesor, aquel compi que abandonó en segundo, ese chico que te devolvía la mirada en la cafetería alimentando vanas expectativas. Estos días me encontré con dos recuerdos de mi niñez.

Debía de tener exactamente 4 años cuando mi madre me llevó a ver E.T. el extraterrestre a los cines ABC en Valencia, donde aún vivíamos, antes de mudarnos a Málaga. Si, como dice Win Wenders, el buen cine es aquel que sabe “colonizar el subconsciente”, sin duda Spielberg ha sido un maestro en forjar los sueños de varias generaciones. La imagen del niño y E.T. volando en una bici contra una enorme luna suspendida sobre un bosque sigue almacenada en mi disco duro, indeleble, y me temo, en el de gran parte de mi generación. Volar en una bici, y hacerlo con un alienígena en la cesta es de esas imágenes imposibles que, sin embargo, resumen y traducen los anhelos inconscientes de millones de personas. Por cierto, mi madre suele recordar, jocosa, que me pasé la mitad de la película atemorizado. ¡Hasta los recuerdos más agradables pueden tener su origen en el miedo!

El otro recuerdo es televisivo y más terrenal: Verano azul. Por más veces que la hayamos visto, por más que tengamos aún vivas en la memoria un buen número de escenas -como la de la muerte de Chanquete o la primera regla de Bea-, el momento que se apresura a nuestra cabeza es cuando nos presentan a sus protagonistas, al principio. Subidos en sus bicis, pedalean despreocupados por las calles de Nerja, mientras suena el célebre silbido de la sintonía (creo que era Tito, más intrépido, el que despegaba lúdicamente las manos del manillar). A diferencia de en E.T., sus bicis no se elevan mágicamente sobre los tejados y las casas blancas de la bella localidad malagueña. Pero esa pandi que, a ras de mar, desafía con su vitalidad el azul infinito del cielo mediterráneo, compone algo más que una imagen fresca y desenfadada. Es el retrato, cándido y a ratos inquietante, de esa ingenuidad a punto de quebrarse con el que identificamos el final de la niñez y el alba de la adolescencia.

Dicen que las bicicletas son para el verano. Llevo un mes en Valencia veraneando y pedaleando. Al poco de llegar comprendí que en una ciudad plana y con carriles la opción de la bici era la más cómoda, rápida y barata para moverse. A mis 33 sé de sobra que mi bici no se va a despegar del asfalto, y también sé que el final del verano llega más pronto que tarde. O como dice la canción, sé que tú partirás. Sé que me volveré a ir de Valencia. Pero mis viajes en bici que no me los quiten. 


lunes, 18 de junio de 2012

Volver

Casi un año sin arar este huerto con mis palabras tentativas. Esto es sí que es volver. Más de un año. ¿Con la frente marchita, como decía el tango? No. No nos marchitemos tan rápido. Volver con la frente algo más arrugada, tal vez, porque cobija a más gentes y lugares, porque en ella moran más ideas y complejidades, porque vagan nuevos recuerdos. Pero esta frente ampliada es la hamaca donde se mece el futuro, por incierto, jodido y tenebroso que sea; donde dormitaban esperanzas que se desperezan ahora. Sacudámonos el polvo del camino. Volvamos al tajo, con el bocata en papel de albal y una gorra para el sol. Cavemos más surcos. Sembremos de nuevo esta tierra, que ya pasó su necesario barbecho. Crucemos juntos el paraíso o el infierno, o las dos cosas juntas. 

El kamosisa vive ahora en Valencia, en esta capital de lo ignífugo y de lo efímero. Me gusta esta filosofía tan mediterránea de la desaparición y reaparición constante, cíclica; al fin y al cabo, esta urbe se manda a sí misma al crematorio cada año y con el aroma de sus cenizas sazona la carne que volverá a vibrar, que nos temblará en las manos de nuevo. Valencia como metáfora de la crisis, del despilfarro vital, del consumo y del exceso de sí misma; pero también, Valencia como solución, como re-ciclaje. Ahí está la receta. Quememos, crememos, crepitemos, y empecemos de nuevo a construir la siguiente falla... que inexorablemente volverá a arder.

El kamosisa volvió a la soltería. Esa pensión, más confortable con el tiempo, en la que ya tiene habitación reservada. Que siempre le acoge con los brazos (o las piernas) abiertas y con nuevos huéspedes transitorios con los que compartir mesa, mantel y partidas de tute. 


El kamosisa fue ayer a un concierto de Springsteen, el Boss. De golpe, rodeado por el rugido mesetario del Bernabéu, recuperó esa rabia esperanzada y naíf, no melancólica ni lánguida, que tenía antes de empezar a perder cosas. Algo volvió a ser como solía ser todo cuando todo estaba por ser. Qué antídoto contra nosotros mismos. Gracias, dulce primate.



miércoles, 22 de febrero de 2012

La guerre est finie

Con canas que no conocía y ganas que desaparecen; con la mirada más larga y la pata más coja; con abrigos caros que dejan pasar el frío; con tanto queroseno quemado como querer consumido; con la experiencia robada trazo a trazo a la esperanza; con más mundo y menos patria; con un poco más de nada, y un mucho menos de todo.

Cantaba el kamosisa su balada barata por la calle Martín de los Heros, por la Plaza de los Cubos, por las Comendadoras. Al volver, no hubo desfile, ni laureles ni honores. La guerra se había perdido. Podía ocurrir, pero uno siempre piensa que no va a ocurrir. Uno siempre piensa que va a ganar las guerras a las que va. Las guerras sólo las ganan los que no luchan, las que las ven por Internet o por la televisión y las critican, porque son pacifistas y porque todos son iguales. Todos son la misma mierda. Los soldados siempre son anónimos. A veces quedan sus diarios.


http://youtu.be/y8AWFf7EAc4