El kamosisa vive ahora en Valencia, en esta capital de lo ignífugo y de lo efímero. Me gusta esta filosofía tan mediterránea de la desaparición y reaparición constante, cíclica; al fin y al cabo, esta urbe se manda a sí misma al crematorio cada año y con el aroma de sus cenizas sazona la carne que volverá a vibrar, que nos temblará en las manos de nuevo. Valencia como metáfora de la crisis, del despilfarro vital, del consumo y del exceso de sí misma; pero también, Valencia como solución, como re-ciclaje. Ahí está la receta. Quememos, crememos, crepitemos, y empecemos de nuevo a construir la siguiente falla... que inexorablemente volverá a arder.
El kamosisa volvió a la soltería. Esa pensión, más confortable con el tiempo, en la que ya tiene habitación reservada. Que siempre le acoge con los brazos (o las piernas) abiertas y con nuevos huéspedes transitorios con los que compartir mesa, mantel y partidas de tute.
El kamosisa fue ayer a un concierto de Springsteen, el Boss. De golpe, rodeado por el rugido mesetario del Bernabéu, recuperó esa rabia esperanzada y naíf, no melancólica ni lánguida, que tenía antes de empezar a perder cosas. Algo volvió a ser como solía ser todo cuando todo estaba por ser. Qué antídoto contra nosotros mismos. Gracias, dulce primate.