Me fundí en un abrazo con él. ¿Dónde estabas? ¿Tú no te habías muerto? Eso es lo que creíais vosotros. Ese entierro fue una farsa. Simplemente desaparecí. Necesitaba alejarme de tu abuela, de tus tíos, de todos vosotros. Necesitaba vivir mi vida. ¿Y dónde fuiste? A muchos sitios, pero en realidad, siempre he estado cerca.
Me fui con él. Me dice esto, y con su Ducados adornado con una boquilla de marfil me señala a otro hombre de su edad que se acerca hacia nosotros, y cuyo rostro, por algún motivo, no puedo distinguir. ¿Eres feliz? Es ahora cuando soy feliz. Y entonces los tres juntos iniciamos un recorrido por la Valencia exacta de los años 80, esa ciudad que me enseñaba mi abuelo cuando me dejaban con él: primero fuimos a un kiosko a comprar regaliz, como entonces; luego atravesamos la Plaça Redona, con sus tiendas de pájaros, pasamos por la calle San Vicente Mártir, donde tuvieron su primera casa; bordeamos los Reales Viveros y volvimos a la puerta de la Bolsa, a la que seguía acudiendo por afición de banquero injubilable.
Durante este trayecto, algo que parecía inconcluso se va encajando, casi sin darme cuenta. Y termina de encajarse, con una paz infinita, en el preciso momento en el que mi abuela, su viuda, toca la puerta de mi habitación y me despierta. Cuando la miro, en el ocaso de su vida, un saco de recuerdos, estoy tentado de contarle que lo he visto y que está bien.
Pero es mejor no hablar de eso. Ella lo sabe. Mejor que yo. Y mientras me barnizo la cara con crema de afeitar y voy quitándome las legañas delante del espejo, me digo que, por alguna razón inexplicable, hay gente que nunca se va.