Andreu, el psicólogo, me miraba sin pestañear. Había dejado de anotar cosas en su cuaderno y parecía como si aguardase al final de mi relato. Con paciencia. Con extrema paciencia. Una paciencia clínica, casi científica, desapasionada por completo, impropia en un profesional de la mente de apenas 30 años. Adoro a Andreu.
Es un sueño recurrente. El avión se aproxima hacia la ciudad y se estrella con algún edificio alto. A la gran explosión sigue una bola de llamas que consumen lo que queda del inmueble: un esqueleto de hierro semifundido, cristales despedazados, trozos de paredes desprendiéndose. Lo soñaba antes, mucho antes, del maldito 11-S, así que debería haber cobrado derechos de autor a los de Al Qaeda. Y lo sigo soñando después.
Varía la ciudad, difiere la altura de los edificios y cambia el tipo de avión. A veces es un boeing enorme que se estrella contra un rascacielos en Benidorm. Otras veces, una avioneta de hélices hendiéndose contra un edificio art-deco de la Gran Vía madrileña.
Suelo sentir miedo. A veces, trato inútilmente de huir del lugar. Corro sin avanzar, mientras la destrucción da dentelladas a mis talones, arrasando con personas, asfalto, coches y skaters despistados.
Andreu respira hondo... Mide las palabras antes de arrancar.
Ese sueño debe proceder de alguna imagen que viste de niño. Algo se quedó marcado en tu cerebro y se ha convertido en un significante flotante. Algo que simboliza muchas cosas. Casi cualquier cosa. Una imagen capaz de resumir un amplio abanico de emociones. Por eso tu cerebro recurre a ellas.
¿Es malo?
Extirpártelo sería peor. Deja que el avión siga estrellándose. Hasta que se canse.
No eres un psicólogo al uso.
No lo soy. No curo todas las depresiones.
¿Por qué no todas?
Algunas me parecen interesantes, poéticas. Hasta creativas. Las depresiones han dado un buen puñado de obras maestras a la humanidad.
Visto así...
¿Nos tomamos una cerveza en el bar de abajo?
Vale... Tú, yo y mi depresión.
Buena compañía.
Y Andreu, cerró el bloc de notas y se quitó la bata blanca, que tanta y tan artificial distancia ponía entre nosotros.
Es un sueño recurrente. El avión se aproxima hacia la ciudad y se estrella con algún edificio alto. A la gran explosión sigue una bola de llamas que consumen lo que queda del inmueble: un esqueleto de hierro semifundido, cristales despedazados, trozos de paredes desprendiéndose. Lo soñaba antes, mucho antes, del maldito 11-S, así que debería haber cobrado derechos de autor a los de Al Qaeda. Y lo sigo soñando después.
Varía la ciudad, difiere la altura de los edificios y cambia el tipo de avión. A veces es un boeing enorme que se estrella contra un rascacielos en Benidorm. Otras veces, una avioneta de hélices hendiéndose contra un edificio art-deco de la Gran Vía madrileña.
Suelo sentir miedo. A veces, trato inútilmente de huir del lugar. Corro sin avanzar, mientras la destrucción da dentelladas a mis talones, arrasando con personas, asfalto, coches y skaters despistados.
Andreu respira hondo... Mide las palabras antes de arrancar.
Ese sueño debe proceder de alguna imagen que viste de niño. Algo se quedó marcado en tu cerebro y se ha convertido en un significante flotante. Algo que simboliza muchas cosas. Casi cualquier cosa. Una imagen capaz de resumir un amplio abanico de emociones. Por eso tu cerebro recurre a ellas.
¿Es malo?
Extirpártelo sería peor. Deja que el avión siga estrellándose. Hasta que se canse.
No eres un psicólogo al uso.
No lo soy. No curo todas las depresiones.
¿Por qué no todas?
Algunas me parecen interesantes, poéticas. Hasta creativas. Las depresiones han dado un buen puñado de obras maestras a la humanidad.
Visto así...
¿Nos tomamos una cerveza en el bar de abajo?
Vale... Tú, yo y mi depresión.
Buena compañía.
Y Andreu, cerró el bloc de notas y se quitó la bata blanca, que tanta y tan artificial distancia ponía entre nosotros.