Aburrido del domingo, me compré un billete y me fui de safari al pasado. Quería cazar tiranosaurios, tricerátors y ceratopsianos. Volver a ver aquellos animales imponentes, imposibles, impensables. Retornar a la región hipertrofiada del principio, donde empezó todo. Donde todo empezó a acabar, también.
Como en el cuento de Ray Bradbury, solo había una condición: no podía tocar nada que jugase un papel en la evolución. Hacerlo, podría modificar, tal vez trágicamente, el futuro. Es decir, en mi presente.
Pero el safari ha sido decepcionante: en lugar de suntuosos saurios, me he encontrado en un cementerio de elefantes. Un basurero espacial lleno de chatarra emocional oxidada, flotante, en descomposición. Restos de un mundo lejano y abstracto, estratificado en sedimentos digitales.
He aprendido la lección: cualquier arqueología del yo solo puede volverse en mi contra. La legislación kármica, bajo la cual me rijo desde los tiempos de Ashoka, se empeñará en refutar mi incauto narcisismo, y al fin, castigar justamente cualquier tentación de vanidad.
He aprendido la lección: No se puede hallar esperanza en la nostalgia, solo te escupe esqueletos sin carne: la sombra del vino y el aroma apagado de las rosas. Porque también el kamosisa, esa versión jurásica del ego, es un saurio extinto. No queda sino el reflejo de su sombra. No nos empeñemos en tener todo el pasado por delante, como decía Borges. Borremos, insumisos a la morfología, las conjugaciones malditas.
Volvamos con humildad y determinación, al desierto de lo real.
Porque en el hotel del tiempo todavía quedan habitaciones por abrir y salones por disfrutar. Nuevas y seductoras especies se acodarán en la barra de skay del bar, donde beberemos el licor añejo del porvernir. Si vienes, quien quiera que seas, no hallarás en mí un almanaque, solo una amnesia consciente. Tú serás el primero.
Porque sí, sucederá.
Porque aún no tengo la frente marchita.
Esto es solo la sala de espera del viaje.
Como en el cuento de Ray Bradbury, solo había una condición: no podía tocar nada que jugase un papel en la evolución. Hacerlo, podría modificar, tal vez trágicamente, el futuro. Es decir, en mi presente.
Pero el safari ha sido decepcionante: en lugar de suntuosos saurios, me he encontrado en un cementerio de elefantes. Un basurero espacial lleno de chatarra emocional oxidada, flotante, en descomposición. Restos de un mundo lejano y abstracto, estratificado en sedimentos digitales.
He aprendido la lección: cualquier arqueología del yo solo puede volverse en mi contra. La legislación kármica, bajo la cual me rijo desde los tiempos de Ashoka, se empeñará en refutar mi incauto narcisismo, y al fin, castigar justamente cualquier tentación de vanidad.
He aprendido la lección: No se puede hallar esperanza en la nostalgia, solo te escupe esqueletos sin carne: la sombra del vino y el aroma apagado de las rosas. Porque también el kamosisa, esa versión jurásica del ego, es un saurio extinto. No queda sino el reflejo de su sombra. No nos empeñemos en tener todo el pasado por delante, como decía Borges. Borremos, insumisos a la morfología, las conjugaciones malditas.
Volvamos con humildad y determinación, al desierto de lo real.
Porque en el hotel del tiempo todavía quedan habitaciones por abrir y salones por disfrutar. Nuevas y seductoras especies se acodarán en la barra de skay del bar, donde beberemos el licor añejo del porvernir. Si vienes, quien quiera que seas, no hallarás en mí un almanaque, solo una amnesia consciente. Tú serás el primero.
Porque sí, sucederá.
Porque aún no tengo la frente marchita.
Esto es solo la sala de espera del viaje.