Ha pasado más de un año desde que frecuenté este bar por última vez. Todo sigue vagamente igual: la barra, la mesa registradora, la diana a la que lanzábamos dardos envenenados con ron Brugal o alguna ginebra barata, la mesa donde solíamos sentarnos a ver pasar a los clientes. A criticarlos o ensalzarlos. Adorables desconocidos. Protagonistas efímeros, evanescentes, de nuestro teatrillo diario. La chica de ayer. El chico de ayer. O de antes de ayer. Porque los días van quedando atrás. Y también las chicas y los chicos. Y también una porción del kamosisa -o el kamosisa entero, quién sabe- se quedó en ese territorio impreciso al que sólo accedo casi como un arqueólogo en busca de un trozo de vasija. De un abalorio. De un pedacito de algo que haga intuir viejos esplendores. Aquel imperio de felicidad. Cuando éramos jóvenes. De aquel imperio perdido.
No sé por qué vuelvo a este bar cerrado, del que nadie se acuerda. Pero aquí estoy, entre el polvo, mirando fijamente la gramola silenciada. El destino -puñetero traidor- parece que nos ha alcanzado.
No sé por qué vuelvo a este bar cerrado, del que nadie se acuerda. Pero aquí estoy, entre el polvo, mirando fijamente la gramola silenciada. El destino -puñetero traidor- parece que nos ha alcanzado.
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