Su voz -sedosa- desembarcó en Atocha desde el otro lado del Ebro. Catalán, rubio, esbelto y con un estilo de vestimenta atemporal. Nada delataba un anclaje a una generación o una pleitesía a algún grupo. Era simplemente él, R. En su pequeña maleta cabía un mundo grande. Cabía un fin de semana en Madrid con un tipo mayor que él: la casualidad y los logaritmos de búsqueda los hicieron tropezar en una página de ligues.
Me saludó tímido, casi titubeante, sonriente, escurridizo. ¿Preparado para lo desconocido, para el desconocido, que era yo? ¿Qué estaría pensando de mí? Algo nervioso, me armé de valor, desplegué la mejor de mis sonrisas, el verbo fácil que a veces me socorre, la educación de manual (¿cogemos un taxi o prefieres ir en metro?) que siempre lubrica bien el roce entre quienes se exploran. El vértigo se pegaría a mi nuca: La cosa podría acabar en hartazgo, decepción o sobredosis. Con estas cosas nunca se sabe.
Enseguida percibí el que podría ser el primer escollo: él tenía la mirada cargada de futuro. Yo tenía todo el pasado por delante. Si queríamos caminar juntos, debíamos encontrarnos en alguna intersección temporal.
Paseamos por la Gran Vía, atravesamos Callao y merodeamos por Malasaña, Chueca, Conde Duque. Caminamos y kamosiseamos por la geografía urbana de mi memoria: en esta esquina me besé por primera, segunda y tercera vez; en aquella plaza, un amigo se despidió para siempre. Aquí, a la salida de este bar, creí enamorarme. Había visto esas calles bajo la luz de mil amaneceres distintos, cuando la aventura nocturna se clausuraba, perezosa, pero implacable. Madrid, refugio de canallas. Mi refugio. Temí ponerme sentimental y pesado. Recordar es diseccionar la derrota, claro. Mi derrota. Cambiemos de tema.
¿Y el futuro? Hablamos, horas. Él quería ser escritor, historiador del arte, guionista y asesor histórico. El pasado -la historia- sería su porvenir. Me sedujo su tranquilidad: destilaba una suerte de inocencia ambiciosa. Quería ser esto y lo otro. Comerse el mundo, sin aspavientos. Sin dar codazos. Compartir la fiesta con alguien. Sonreír, darle dentalladas a la vida. El futuro era suyo. La pregunta era si me cedería una porción. A mí empezaba a escasearme. Necesitaba un préstamos, una transfusión de tiempo virgen.
Esa noche no le robé el futuro, pero sí un beso. En la plaza de los Mostenses: contra una pared llena de carteles de conciertos. Cerró los ojos. Lo tengo, me dije. Soy perro viejo. Es mío. Pero era solo la primera batalla.
Poco a poco, con ayuda de mi instinto, lo fue conduciendo a mi territorio. Fuimos a una discoteca por Sol, en la que había una sesión revival, de los 90, la década que incubó mi personalidad. Empezamos con Vogue, de Madonna. Y terminamos con Corona, The rythm of the night. Fue una noche acrílica, polícroma, sintética. Como aquellos años.
Nos volvimos a besar, a la salida, con la vibración ya lejana de los bafles acariciándonos las tripas. El beso fue más largo y más sincero. Volvió a cerrar los ojos.
Y entonces supe que nos habíamos encontrado en algún punto entre mi pasado y su futuro. Entre mi nostalgia y su esperanza. Entre Madrid y Barcelona.
Y así, hasta hoy.