Casi imberbe, el kamosisa acudía a la biblioteca familiar como siguiendo la llamada de una extraña, poderosa proteína. Los libros eran ubres, unas glándulas nodrizas que contenían el nutriente incomprensiblemente anhelado. Al mirar sus lomos, irregulares, polícromos, un apetito abstracto se abría en la boca de mi cerebro. Las categorías -narrativa española contemporánea, historia del mundo, filosofía, poesía, etc- figuraban un mapa infinito. Tan infinito, como el propio territorio que representaba.
Llegó la adolescencia, el acné, los complejos: el misterio del deseo me desfiguró el alma y desbarató el cuerpo. Como a todos. Perdido en el laberinto hormonal de los primeros quince años de vida, volví a la biblioteca nodriza. Alunicé y aluciné en sus estantes. Melville, Dostoievsky, Lorca, Proust, Nabokov, Clarke me dieron la bienvenida a un cosmos del que ya no querría salir jamás: allí regían otras reglas. La poesía se hacía cuántica, el espacio y el tiempo adquirían una circularidad borgiana, las traducciones derribaban las fronteras, establecían pasadizos secretos entre épocas y lugares. En este nuevo mundo avistado, arribado y, a medias, conquistado, las palabras eran las moléculas indivisibles; las historias, campos magnéticos.
Fatigué los mares del Sur en galeazas descuadernadas, observé el reloj de arena aproximarse al final del tiempo, comí el loto en las orillas de Egipto, recordé el futuro, olvidé el pasado.
Salir de la placenta fue duro.
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