lunes, 19 de abril de 2010

Extremidades

Resulta que uno podría reducirse a un centro, con ramificaciones que te van expandiendo hacia afuera.

Desde la cabeza de alfiler donde se deciden las cosas, donde se siente, donde se piensa y se distinguen los colores y los olores, parte una señal que hace mover un dedo, una mano, un pie. Un párpado. En unas pocas células custodiadas por sangre, vísceras, glándulas, hueso, piel, pelo, se juega esta partida: si te empalmas o te duermes, si caminas o te rindes. Si sientes frío o calor, placer o dolor. Pero entonces, al estirar la mano, uno se da cuenta de que apresa el vacío. Y cierras el puño. Pero no hay nada dentro. Y da igual lo que decidan, sientan o reflexionen.

Resulta que las cosas más importantes quedan fuera de su competencia.

martes, 6 de abril de 2010

Fin de viaggio

Ya he vuelto. Días agotadores, espectaculares, luminosos. Me atardeció en Pompeya, imponente y gloriosa bajo la silueta del Vesuvio. Caminando por sus calles, en las que no faltaban lupanares, teatros y termas, pintadas electorales en las casas de los candidatos y mercados y plazas de encuentro, comprobé qué parecidos somos los homo sapiens de ahora y los de hace 2.000 años, al menos en el Mediterráneo.

Al día siguiente, tomé un ferry rápido hacia Capri, una isla pequeña y llena de magia y encanto (y limones), en la que vivió el emperador Tiberio y que pusieron de moda escritores románticos alemanes e ingleses en el siglo XIX. Un funicular sube desde el puerto grande al centro del pueblo, atestado de bullicio, trattorias y terrazas donde tomar un San Pellegrino o un capuccino. Una tienda de Prada se proyecta en un balcón acantilado desde el que se ve el mar. Los farallones, escarpados islotes, flanquean la isla, como guerreros guardianes de sus encantos. La grotta azzurra (la gruta azul) te hace pensar que el centro de la tierra debe ser algo parecido a un tesoro, con colores nunca vistos antes. Malaparte la describió como la "isla del amor" y, aunque he ido solo, el tiempo parece detenerse. Y el sol luce en lo alto, fuerte, inmenso, implacable.

Las islas tienen todas, pero esta más, algo de utopía realizada. Son una especie de mundo perfecto e inalcanzable, un paraíso metafórico, protegido por leguas de agua y alejado del caos continental. Islas fueron la propia Utopía de Tomás Moro, la Nueva Atlántida de Francis Bacon, la Ciudad del Sol de Tommaso Campanela. En la actualidad, importantes islas son profundamente desgraciadas, como Cuba o Haití, pero desde el punto de vista estrictamente filosófico, la idea de isla ha estado siempre vinculado a la noción de felicidad y la armonía.

Cambiando de tema, estos días me han bastado para reivindicar mi condición de turista. Sí, hago turismo, puro y duro: voy a los sitios típicos de comer -y si me canso, a un McDonalds-, entro en los museos que hay que ver (y luego visito la tienda adjunta) y, si se tercia, me subo a un autobús rojo con grandes letras amarillas que cuesta 20 euros y recorre la ciudad. Voy a hoteles a ser posible de cadenas conocidas (mi favorita es NH, funcional y aséptica), compro souvenirs en tiendas horteras, me tomo cafés en las plazas principales y, si me canso, visito establecimientos de ropa barata que también hay en Madrid o en cualquier otra ciudad.

El turismo es una forma sencilla y universal de viajar, y no hay por qué avergonzarse de ello. Gracias a paquetes combinados, rutas preparadas y demás comodidades los mortales y comunes hemos podido conocer sitios impesnables antes. Parece mentira que algunos, a estas alturas, traten de explicarse a sí mismos como "viajeros" o algo parecido, intentado añadir un matiz romántico y único a su experiencia, como si pudieran hacer como Robert Byron o Bruce Chatwin, por citar a dos viajeros clásicos, que empleaban meses en recorrer un país, viviendo entre sus gentes y acomodándose en pensiones o casas particulares. ¿Quién, hoy día, puede hacer "viajes" de este tipo?

Yo no tengo masofobia. La masa me informa, me moldea, me ofrece oportunidades de ligar y le da un sentido coherente a lo que hago. Nápoles es un ejemplo de masa viviente y multicolor, llena de vida, imperfecciones y sorpresas.

Concluido el viaje, dejo un vídeo de Capri, para dar algo de envidia. Saluti amici.


http://www.youtube.com/watch?v=ReCkrpsSMF0

jueves, 1 de abril de 2010

Napoli, celo e inferno

Si hay una ciudad donde perderse, borrarse, desaparecer por unos días, esa es, sin duda, Nápoles (Nápoles y sus alrededores vesuvianos y amalfitanos, se comprende). Llevo dos días perdido por aquí y aún no sé si amo u odio a esta ciudad: tal vez la ame y odie al mismo tiempo. Ayer anduve por el centro y cené en el café literario en la hermosísima Piazza Bellini. Hoy he terminado literalmente molido, me duele la espalda y he vuelto antes al hotel. Por la mañana, visité el Castel Nuovo, trapezoidal y de origen aragonés, donde me sorprendió la Sala de los Barones, precisamente porque en ella aún se celebran los plenos del Ayuntamiento y me recordó a los que se veían en Las manos sobre la ciudad, de Franceso Rosi, sobre la especulación que sufría -y sufre- Nápoles. Luego estuve en el Palazzo Reale, borbónico, impresionante (al nivel del de Madrid), desde el que pude ver la imponente piazza del Plebiscito, donde me tomé un capuccino previamente en la cafetería Gambrinus (la original, de hace siglo y medio), donde D'Anunzio escribió no sé qué obra fascista. Después de comerme la mejor pizza que he probado hasta la fecha por la Vía Toledo -una esponjosa "seis sabores"-, me fui a que me diera un síndrome de Stendhal en el Museo Arqueológico. Además de la colección Farnese de esculturas clásicas, abruma la cantidad de frescos de casas romanas pompeianas, y el Salón de Meridiana (creo que se llama así) marea por su tamaño, altura y sus techos estucados con motivos pompeianos y una escultura de Atlas sosteniendo al mundo, en el centro. Terminé un poco harto del Museo porque había una excursión de colegiales franceses, guiados por su profe gay de historia del arte, que infestaban todo con sus gritos adolescentes.

El camino siguió por la Vía Duomo, donde visitié el Duomo, cuya Cripta de San Gennaro contiene los huesos de éste en una vasija (estas estampas de catolicismo cuasi necrofílico suelen provocarme nerviosos ataques de risa, ya me pasó en el Monte Athos con los miles de restos de Santos esparcidos por los monasterios como si fuese una película gore). Y al final, terminé en Via Tribunali, que es la típica callejuela estrechísima de Nápoles, con los artesanos, trattorias, verduleros y vendedores de todo tipo de cosas siendo esquivados por fugacísimas vespinos. Nápoles es enorme, ruidosa, sucia, atestada de belleza arquitectónica y vida en la calle. Y es una ciudad pobre, deteriorada. Más pobre que la más pobre del Sur de España. La zona donde su ubica mi hotel es una especie de Palma-Palmilla versión macro. En Nápoles, tristemente, no funciona casi nada bien. Es un ejemplo de catástrofe urbanística, social, económica y medioambiental. Eso sí, dinero haberlo haylo a juzgar por la cantidad de tiendas de ropa cara que hay en el centro. Eso me hace preguntarme, ¿dónde se va la pasta? La pasta que no tiene forma de lazo o espiral, se entiende.

Ayer no compré billete de autobús, porque no sabía como hacerlo. Casi nadie lo hace. Pero hoy, que había pagado el mío, se subieron dos revisores. Un chico no llevaba billete, y se puso chulo. ¿Cómo acabó la escena? A hostias en medio de Nápoles. Mañana, si hace bueno, iré a Pompeya.