Si hay una ciudad donde perderse, borrarse, desaparecer por unos días, esa es, sin duda, Nápoles (Nápoles y sus alrededores vesuvianos y amalfitanos, se comprende). Llevo dos días perdido por aquí y aún no sé si amo u odio a esta ciudad: tal vez la ame y odie al mismo tiempo. Ayer anduve por el centro y cené en el café literario en la hermosísima Piazza Bellini. Hoy he terminado literalmente molido, me duele la espalda y he vuelto antes al hotel. Por la mañana, visité el Castel Nuovo, trapezoidal y de origen aragonés, donde me sorprendió la Sala de los Barones, precisamente porque en ella aún se celebran los plenos del Ayuntamiento y me recordó a los que se veían en Las manos sobre la ciudad, de Franceso Rosi, sobre la especulación que sufría -y sufre- Nápoles. Luego estuve en el Palazzo Reale, borbónico, impresionante (al nivel del de Madrid), desde el que pude ver la imponente piazza del Plebiscito, donde me tomé un capuccino previamente en la cafetería Gambrinus (la original, de hace siglo y medio), donde D'Anunzio escribió no sé qué obra fascista. Después de comerme la mejor pizza que he probado hasta la fecha por la Vía Toledo -una esponjosa "seis sabores"-, me fui a que me diera un síndrome de Stendhal en el Museo Arqueológico. Además de la colección Farnese de esculturas clásicas, abruma la cantidad de frescos de casas romanas pompeianas, y el Salón de Meridiana (creo que se llama así) marea por su tamaño, altura y sus techos estucados con motivos pompeianos y una escultura de Atlas sosteniendo al mundo, en el centro. Terminé un poco harto del Museo porque había una excursión de colegiales franceses, guiados por su profe gay de historia del arte, que infestaban todo con sus gritos adolescentes.
El camino siguió por la Vía Duomo, donde visitié el Duomo, cuya Cripta de San Gennaro contiene los huesos de éste en una vasija (estas estampas de catolicismo cuasi necrofílico suelen provocarme nerviosos ataques de risa, ya me pasó en el Monte Athos con los miles de restos de Santos esparcidos por los monasterios como si fuese una película gore). Y al final, terminé en Via Tribunali, que es la típica callejuela estrechísima de Nápoles, con los artesanos, trattorias, verduleros y vendedores de todo tipo de cosas siendo esquivados por fugacísimas vespinos. Nápoles es enorme, ruidosa, sucia, atestada de belleza arquitectónica y vida en la calle. Y es una ciudad pobre, deteriorada. Más pobre que la más pobre del Sur de España. La zona donde su ubica mi hotel es una especie de Palma-Palmilla versión macro. En Nápoles, tristemente, no funciona casi nada bien. Es un ejemplo de catástrofe urbanística, social, económica y medioambiental. Eso sí, dinero haberlo haylo a juzgar por la cantidad de tiendas de ropa cara que hay en el centro. Eso me hace preguntarme, ¿dónde se va la pasta? La pasta que no tiene forma de lazo o espiral, se entiende.
Ayer no compré billete de autobús, porque no sabía como hacerlo. Casi nadie lo hace. Pero hoy, que había pagado el mío, se subieron dos revisores. Un chico no llevaba billete, y se puso chulo. ¿Cómo acabó la escena? A hostias en medio de Nápoles. Mañana, si hace bueno, iré a Pompeya.
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