Abrí el armario. Elegí la camisa Ralph Lauren a rayas, faldona, de hace 15 años, cuando se llevaban así. Con ligeras hombreras. Como no me había pelado desde hacía dos meses, con gomina Giorgi de 3 euros convertí mi moño frontal en un desafiante tupé a lo Rick Astley. De un cajón perdido salieron unos Levis algo abombados. Metí la camisa por dentro. Con el tupé, la camisa grande, los vaqueros abombados, sólo me faltaba una corbata de cuadros para parecer el perfecto vintage. Y no, a pesar de que luego me miraban por la calle Princesa como si de un moderno retro se tratase, no es una cuestión de estilo.
Los recuerdos de la infancia son como los apuntes
de la carrera. Cuando buscas otra cosa de golpe te topas con ellos. Enfrentarte
a tu letra de hace quince años puede ser una experiencia desconcertante,
especialmente si llegas a comprenderla. ¿Realmente aprobé esta asignatura? ¡Si
no recuerdo nada! No, no es el contenido lo que queda. Lo que queda son los
tics de tal o cual profesor, aquel compi que abandonó en segundo, ese chico que
te devolvía la mirada en la cafetería alimentando vanas expectativas. Estos días
me encontré con dos recuerdos de mi niñez.
Debía de tener exactamente 4 años cuando mi madre
me llevó a ver E.T. el extraterrestre
a los cines ABC en Valencia, donde aún vivíamos, antes de mudarnos a Málaga. Si,
como dice Win Wenders, el buen cine es aquel que sabe “colonizar el
subconsciente”, sin duda Spielberg ha sido un maestro en forjar los sueños de varias
generaciones. La imagen del niño y E.T. volando en una bici contra una enorme
luna suspendida sobre un bosque sigue almacenada en mi disco duro, indeleble, y
me temo, en el de gran parte de mi generación. Volar en una bici, y hacerlo con
un alienígena en la cesta es de esas imágenes imposibles que, sin embargo,
resumen y traducen los anhelos inconscientes de millones de personas. Por
cierto, mi madre suele recordar, jocosa, que me pasé la mitad de la película
atemorizado. ¡Hasta los recuerdos más agradables pueden tener su origen en el
miedo!
El otro recuerdo es televisivo y más terrenal: Verano azul. Por más veces que la
hayamos visto, por más que tengamos aún vivas en la memoria un buen número de
escenas -como la de la muerte de Chanquete o la primera regla de Bea-, el
momento que se apresura a nuestra cabeza es cuando nos presentan a sus
protagonistas, al principio. Subidos en sus bicis, pedalean despreocupados por
las calles de Nerja, mientras suena el célebre silbido de la sintonía (creo que
era Tito, más intrépido, el que despegaba lúdicamente las manos del manillar).
A diferencia de en E.T., sus bicis no
se elevan mágicamente sobre los tejados y las casas blancas de la bella
localidad malagueña. Pero esa pandi que,
a ras de mar, desafía con su vitalidad el azul infinito del cielo mediterráneo, compone
algo más que una imagen fresca y desenfadada. Es el retrato, cándido y a ratos
inquietante, de esa ingenuidad a punto de quebrarse con el que identificamos el
final de la niñez y el alba de la adolescencia.
Dicen que las bicicletas son para el verano. Llevo
un mes en Valencia veraneando y pedaleando. Al poco de llegar comprendí que en una
ciudad plana y con carriles la opción de la bici era la más cómoda, rápida y
barata para moverse. A mis 33 sé de sobra que mi bici no se va a despegar del asfalto,
y también sé que el final del verano llega más pronto que tarde. O como dice la
canción, sé que tú partirás. Sé que me volveré a ir de Valencia. Pero mis
viajes en bici que no me los quiten.