El lunes después de la resaca del fin de semana viví un episodio esclarecedor.
Salí al encuentro de un radiante día de Semana Santa con el único propósito de hacer algunas compras desordenadas y vaguear por los callejones medio derruidos de un centro semiderruido, como es el de Málaga. En el callejón que corre paralelo al mío, que hasta la fecha no había pasado de ser un desfiladero estéril sólo poblado por ratas y flanqueado por decimonónicos edificios abandonados, encontré una vieja tienda de libros usados. Tras recorrer antiguas ediciones desvencijadas de libros que ya hay en la biblioteca de mis padres, salí y proseguí mi camino. A los cien metros, encontré otra librería de segunda mano, esta más grande. Entré.
Se trataba de un local amplio, desordenado, con montañas de libros extremadamente viejos y mohosos apilados por doquier, sin seguir un orden aparente o, al menos, identificable a simple vista. Sonaba un delicioso jazz de fondo y con esta escenografía tan rara en esta ciudad impía no pude más que dejarme llevar y preguntar al librero sobre un ejemplar de Antonio Gramsci que me vino de repente a la memoria. Tras consultar en el ordenador y decirme otro título del mismo autor, seguí avanzando y perdiéndome por aquella extraña y laberíntica gruta de libros. Entonces, di con una montaña mágica de ejemplares, que surgía del suelo como una estalagmita de papel: libros de Foucault, de Jung, de Gaston Bachelard, y sobre todo, uno de Roland Barthes: "Fragmentos del discurso amoroso".
Se trataba de un ejemplar desvencijado, añejo, con hojas torcidas y desguazadas, algunas de ellas incompletas, y manchadas con lamparones oscuros, en las que, sin embargo, se podían leer párrafos como este:
"Espero una llegada, una reciprocidad, un signo prometido. Puede ser fútil o enormemente patético. Todo es solemne: no tengo sentido de las proporciones.Hay una escenografía de la espera: la organizo, la manipulo, destaco un trozo de tiempo en que voy a imitar la pérdida del objeto amado y provocar todos los afectos de un pequeño duelo, lo cual se representa, por lo tanto, como una pieza del teatro.
La espera es un encantamiento: recibí la orden de no moverme. La espera de una llamada telefónica se teje así de interdicciones minúsculas, al infinito, hasta lo inconfesable: me privo de salir de la pieza, de ir al lavabo, de hablar por teléfono incluso; sufro si me telefonean; me enloquece pensar que a tal hora cercana será necesario que yo salga, arriesgándome así a perder la llamada.
Todas estas diversiones que me solicitan serían momentos perdidos para la espera, impurezas de la angustia. Puesto que la angustia de la espera, en su pureza, quiere que yo me quede sentado en un sillón al alcance del teléfono, sin hacer nada.El ser que espero no es real. El otro viene allí donde yo lo espero, allí donde yo lo he creado ya. Y si no viene lo alucino: la espera es un delirio. "
Roland Barthes se pasó toda su vida buscando una literatura sin sujeto: un lenguaje formal, autogenerado e impersonal, una red autónoma de fragmentos que se dicen a sí mismos. Y después de tejer y destejer el laberinto, se dio cuenta de que él mismo estaba atrapado dentro, en el epicentro del mismo, viviente y sufriente, y que había construido todo ese entramado sólo para desaparecer, para autoborrarse, para camuflarse bajo los escombros del lenguaje.
Como en un cuento borgiano, hallé la felicidad en esa librería. El propósito de Barthes era la metáfora de aquel lugar, que a su vez, muy pronto iba a ser la metáfora de mi vida.
Desaparecí en la dulce ruina del dédalo de libros, jardín de palabras que germinaban en oscuros órdenes provocándome una anestésica pérdida de identidad. Me perdí, y apenas salí con dos libros en una bolsa, y con mi yo sepultado, exluido, olvidado.
Y siguiendo por la calle, menos ruinosa, más ciudad, encontré una gran librería de primera mano. Y entré. No había jazz, sino un silencio administrativo, con matices de caja registradora y asepsia de hilo musical. Los anaqueles respondían a una taxonomía clásica, así como las plantas de la librería. La razón separaba los libros, troceaba el discurso de fragmenos que había vivido en la cueva de libros usados. No encontré nada, salvo la respuesta fría y distante de la cajera cuando le pregunté por el mismo libro de Gramsci, autor cuyo apellido tuve que deletrear ante su profesional desconocimiento.
En aquella librería industrial, moderna y ordenada, recuperé, por desgracia, mi yo.
Se busca libro, libros, librería, laberinto, discurso de fragmentos, en el que volver a disolverme, en el que volver a desaparecer.
Razón: este blog.
jueves, 20 de marzo de 2008
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2 comentarios:
Lo que te faltaba a ti era Barthes, recuerda que la BeBa se sabía de memoria capítulos de los fragmentos.
y de ahí lo de fragmentada.
niñato te quiero mucho, sabes?
Ya lo sabes, claro!
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