jueves, 28 de mayo de 2009

Cuerpo

Camino por los pasillos del hospital. Blancos, iguales, infinitos.

- Traumatología está al fondo, a la derecha. Espere su turno. Por cierto, tiene mañana una cita en medicina interna, ¿lo sabe? -dice la indolente funcionaria que administra el dolor ajeno.

Miro a mi alrededor siento que estoy en un museo vivo de las diferentes formas de dejar de vivir. Un laberinto con una ruleta rusa detrás de cada esquina y cada pasadizo. Una institución en la frontera del más allá, donde nuestros destinos se desglosan científicamente. Empezamos allí, y allí terminaremos.

- Sí, lo sé. Pero no voy a ir. De eso ya estoy bien.
- Entonces haga el favor de anularla. Tenemos una lista de espera enrome y así avanza algo.

(¿Esperanza Aguirre no prometió terminar con las listas de espera? Sí, tal vez, echando a los pacientes de los hospitales públicos. ¡Maldita neoliberal!)

Voy buscando mi consulta, mi médico. El juez con bata blanca que condena tus células o las salva. Soy mi cuerpo, me digo para consolarme. Mis dolencias e imperfecciones también son mías, no necesito que nadie me absuelva de ellas. Cada hueso roto, cada linfocito descarriado, cada transaminasa borracha, me pertenece tanto como el aire que respiro día a día.

Pienso, inútilmente, en las causas y las consecuencias, y eso me lleva a recordar la canción de Lou Reed. El hospital siempre ha sido la última estación después de caminar un rato por "el lado salvaje de la vida". Una noche en que brindé con el exceso, un amor con mal final, un virus travieso y pasajero, una mala lectura de síntomas. Qué más da. Todo eso es mío, soy yo, tanto como mi nacimiento o mi muerte, cuando llegue. Y punto.

No, no. Reed no tiene razón. Es al revés. La vida es siempre el lado salvaje de la muerte, de la no existencia. Lo correcto sería no estar, no ser. Vivir es alterarlo todo, una aberración impredecible con extraordinarios momentos de placer.

Entonces, ciudadano administrado, me siento en las sillas de plástico, rodeado de piernas quebradas, caderas en tenderengue, brazos doblados por una alteración del tráfico, o del equilibrio, o de la convivencia. Lo mío ya no es tan grave, me consuelo. Más, un trámite. Y, para abstraerme de todo, abro el libro de bolsillo de Isaac Asimov para zambullirme en el año 12020, cuando nada de esto será un problema porque seremos robots.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Sea de lo que sea, ponte bueno amiguito.
Megakarlos

Kamosisa dijo...

Estoy bien. Fue un mero susto... de color amarillento jaja. Un besote.