jueves, 24 de diciembre de 2009

Que pasen (bien) los años

Como buen adolescente, tuve una enorme y eterna espinilla en el centro de la mejilla derecha que no lograba hacer desaparecer con nada (ni pepino, ni alochol, ni Clerasil). También escuchaba a Nirvana y me quedaba embobado mirando a Kurt Cobain, que era quien acudía a mis citas con onán, a pesar de que salía con P, la rubia más explosiva del Instituto, con la que además de iniciarme en sobeteos y besos me fumé mi primer porro. Así era mi vida.

Como habitaba un mundo al que no comprendía, y que no me comprendía a mí (o eso pensaba), me dedicaba a escribir. A los 15 años gané un concurso literario juvenil y El País de las Tentaciones, la sección joven de ese periódico, nos convocó a ganadores y finalistas en Madrid para hacernos un reportaje (que es como hacerte un traje, con palabras). Recuerdo que mi principal preocupación era que no se viese aquella protuberancia del acné, pero en la sala de maquillaje me dijeron que no había nada que aquellos polvos mágicos no pudieran hacer por mí. Por la mañana tuvimos sesión de fotos y por la tarde nos hicieron preguntas: ¿Por qué empezaste a escribir? ¿Cuándo? ¿Perteneces a alguna tribu urbana?. Éramos pequeñas estrellas adolescentes tocando el cielo con la yema de los dedos, unos chavales ignorantes en manos de tipos mayores con ganas de poner otra X a una nueva generación.

Volví a Málaga en avión. Era un radiante día de primavera. Mi madre me esperaba con el BMW rojo. 525, en el parking del aeropuerto. Tenía 42 años. Recuerdo su aspecto fresco: el pelo rizado, los vaqueros estrechos, su camiseta de aire hippi y la sonrisa más generosa que ahora. Íbamos camino de nuestra urbanización, por la circunvalación desde la que a veces se ve el mar, mientras yo le contaba aquella experiencia fascinante. Me recogió un taxi en el Aeropuerto y luego me llevaron donde estaban los demás chicos de mi edad, en el plató donde nos iban a fotografiar... Mi madre, a duras penas, podía disimular cierto orgullo. El coche automático corría con la suavidad de un avión. Sonaba Everybody wants to rule the world, de Tears for Fear, en la cinta de la BSO de Los Amigos de Peter, que ella ponía siempre en el coche.

Todo sucedió muy deprisa. En un recodo sinuoso de la carretera, antes de llegar al túnel de El Limonar, un Ford Fiesta gris nos adelantó de una manera extraña. Había una brusquedad anormal en sus maniobras. Entonces lo vi tambalearse, perder el equilibrio, girar sobre sí mismo y salir volando por el lado derecho como si fuese un OVNI. Mi madre frenó. El Ford Fiesta gris cayó de nuevo a la carretera, después de estrellarse contra la ladera de un desmonte seco. Aterrizó convertido en una estructura deformada por cuya luna delantera vi salir a una persona despedida. Debido al frenazo, nos golpeó por detrás otro coche, que se quedó atravesado en medio de la carretera y que fue embestido, a su vez, por otro vehículo.

En pocos segundos, esa pequeña sección de la Ronda Este se convirtió en un espectáculo irreal de sangre, humo, gomas derretidas, cristales y hierros fundidos. Un hombre deambulaba con la cara ensangrentada entre las carrocerías retorcidas y una mujer de edad avanzada recibía oxígeno después de haber perdido el conocimiento. El culo de nuestro BMW era un acordeón de chapa arrugada. Recuerdo a mi madre hablando con un policía, a las ambulancias improvisando un pequeño hospital, a un abogado dando su número de teléfono. Recuerdo el olor espeso y áspero de los materiales quemados.

Yo estaba solo en el arcén, con mis quince años metidos en el bolsillo, incapaz de comprender por qué aquel día con el que siempre soñé estaba terminando así, con una orgía de horror. Caminé por la mediana que quedaba justo detrás del lugar del accidente. A partir de unos cinco metros, en el asfalto empecé a ver restos de sangre y masa encefálica, hasta que descubrí el cadáver del hombre que salió disparado del Ford Fiesta.

Era la primera vez que veía la muerte en persona, cara a cara (y hasta ahora, ha sido la única). En ese momento, el asco fue más fuerte que la desolación. Había algo incomprensiblemente blando y grotesco en esa extraña forma de morir, en ese amasijo inerte de carne humana que yacía bajo el sol del mediterráneo.

Días después, supe que el tipo tenía 30 años, iba o venía de una comida de trabajo, vivía con su novia y había estudiado en mi mismo Instituto.

Qué rápido se va todo. Qué fácilmente la mano que nos tiene asidos a la vida se afloja y nos caemos por acantilado. Durante años, no he sabido qué quiso decir aquello, qué significado tuvo. Tal vez no quiera decir absolutamente nada. Simplemente, los guarismos de una ecuación siniestra se combinaron con un resultado fatal. Puede pasarnos a cualquiera, y al cabo la muerte de ese hombre que vi en directo fue una más, como tantas que pasan todos los días, y su recuredo, entre quienes lo conocían, casi habrá sido borrado después de estos 15 años.

Pero con una cierta perspectiva creo que aquello significó una llamada del azar, una señal de esa suerte que, de cuando en cuando (y siempre en el momento menos esperado) nos recuerda que su reinado es implacable, que la vida puede cambiar o disiparse en cuestión de segundos y no hay nada que podamos hacer para evitarlo. Y aunque sé que es un lugar común, un tópico más al que nos aferramos como si fuera un axioma, me estremezco al pensar que lo que parece una vida plácida y segura, puede volverse oscura y siniestra en minutos, por un volantazo mal dado o un avión que no debiste coger. Todo es relativo, y lo único que podemos hacer es entregarnos a cada instante con la conciencia de que puede ser el último de una serie muy larga, pero limitada, de instantes felices. Por eso hay motivos para celebrar que 2009 se termina, y que podemos verlo con los ojos, desde este lado. Todavía, desde este lado.

Felices fiestas a todos.


3 comentarios:

Ernesto dijo...

Será un topicazo pero que sea por muchos años. Una curiosidad, ¿por eso llevabas el brazo en cabestrillo en la foto del libro?

Kamosisa dijo...

En realidad no lo llevaba en cabestrillo, sino que llevaba muletas porque me había torcido el pie jugando al fútbol... y tú cómo sabes eso??? felices fiestas a todo Plutón!

Ernesto dijo...

Me leí el relato. Estaba disponible en la biblioteca del planeta. Felices fiestas para ti también.