Ya he vuelto. Días agotadores, espectaculares, luminosos. Me atardeció en Pompeya, imponente y gloriosa bajo la silueta del Vesuvio. Caminando por sus calles, en las que no faltaban lupanares, teatros y termas, pintadas electorales en las casas de los candidatos y mercados y plazas de encuentro, comprobé qué parecidos somos los homo sapiens de ahora y los de hace 2.000 años, al menos en el Mediterráneo.
Al día siguiente, tomé un ferry rápido hacia Capri, una isla pequeña y llena de magia y encanto (y limones), en la que vivió el emperador Tiberio y que pusieron de moda escritores románticos alemanes e ingleses en el siglo XIX. Un funicular sube desde el puerto grande al centro del pueblo, atestado de bullicio, trattorias y terrazas donde tomar un San Pellegrino o un capuccino. Una tienda de Prada se proyecta en un balcón acantilado desde el que se ve el mar. Los farallones, escarpados islotes, flanquean la isla, como guerreros guardianes de sus encantos. La grotta azzurra (la gruta azul) te hace pensar que el centro de la tierra debe ser algo parecido a un tesoro, con colores nunca vistos antes. Malaparte la describió como la "isla del amor" y, aunque he ido solo, el tiempo parece detenerse. Y el sol luce en lo alto, fuerte, inmenso, implacable.
Las islas tienen todas, pero esta más, algo de utopía realizada. Son una especie de mundo perfecto e inalcanzable, un paraíso metafórico, protegido por leguas de agua y alejado del caos continental. Islas fueron la propia Utopía de Tomás Moro, la Nueva Atlántida de Francis Bacon, la Ciudad del Sol de Tommaso Campanela. En la actualidad, importantes islas son profundamente desgraciadas, como Cuba o Haití, pero desde el punto de vista estrictamente filosófico, la idea de isla ha estado siempre vinculado a la noción de felicidad y la armonía.
Cambiando de tema, estos días me han bastado para reivindicar mi condición de turista. Sí, hago turismo, puro y duro: voy a los sitios típicos de comer -y si me canso, a un McDonalds-, entro en los museos que hay que ver (y luego visito la tienda adjunta) y, si se tercia, me subo a un autobús rojo con grandes letras amarillas que cuesta 20 euros y recorre la ciudad. Voy a hoteles a ser posible de cadenas conocidas (mi favorita es NH, funcional y aséptica), compro souvenirs en tiendas horteras, me tomo cafés en las plazas principales y, si me canso, visito establecimientos de ropa barata que también hay en Madrid o en cualquier otra ciudad.
El turismo es una forma sencilla y universal de viajar, y no hay por qué avergonzarse de ello. Gracias a paquetes combinados, rutas preparadas y demás comodidades los mortales y comunes hemos podido conocer sitios impesnables antes. Parece mentira que algunos, a estas alturas, traten de explicarse a sí mismos como "viajeros" o algo parecido, intentado añadir un matiz romántico y único a su experiencia, como si pudieran hacer como Robert Byron o Bruce Chatwin, por citar a dos viajeros clásicos, que empleaban meses en recorrer un país, viviendo entre sus gentes y acomodándose en pensiones o casas particulares. ¿Quién, hoy día, puede hacer "viajes" de este tipo?
Yo no tengo masofobia. La masa me informa, me moldea, me ofrece oportunidades de ligar y le da un sentido coherente a lo que hago. Nápoles es un ejemplo de masa viviente y multicolor, llena de vida, imperfecciones y sorpresas.
Concluido el viaje, dejo un vídeo de Capri, para dar algo de envidia. Saluti amici.
http://www.youtube.com/watch?v=ReCkrpsSMF0
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1 comentario:
Capri ese sitio donde el martini,las gafas negras y el vestido ajustado dan mejor
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