Según leo en "Nocilla Dream", de Agustín Fernández Mallo, hay un principio de Reversibilidad Universal según el cual todo aquello que no podemos ver o percibir tampoco puede vernos o percibirnos a nosotros. Según esa Ley cuya fórmula matemática desconozco, usted no podría estar viéndome ahora mismo. Por eso, la Ley no contempla a los isótopos que interactúan, a través de la red, con el mismo núcleo pero con distinto peso. La casa de los Kamosisas es un campo magnético, y el Kamosisa no es sino pura información, un fantasma compuesto por signos, ideas y vídeos del Youtube. Quiero ser Otro pero al final sólo configuro un Yo difuso, nómada, que se expande en rizomas sorprendentes e interconectados. Esto no es una ficción, sino un simulacro de la realidad invertida, y por tanto, irreversible. Bienvenidos al desierto de lo real, como diría Zizek, donde apenas hay un cactus virtual, un árbol de Josué maquínico, una carretera perdida en un desierto.
Me gustaría romper esta pantalla para verte, dejar de ser un cyborg, un mineral compuesto de HTML, quebrar las normas de la gravitación universal del World Wide Web y hacer real la Reversibilidad.
Porque, como Bruce,
I still belive that
Two hearts are better than one
Two hearts girl get the job done
Two hearts are better than one
jueves, 29 de marzo de 2007
jueves, 15 de marzo de 2007
Noche okupa
El viernes este kamosisa quiso ir a la fiesta de inauguración del Festival de Cine, aunque sabía que estaría plagada de niñatos del PP, pero se quedó sin entrada. El sábado noche, el kamosisa, en un arranque de voluntad personal inaudito en él cuando la oscuridad se cierne, coge el coche, atraviesa la ciudad escuchando el Zooropa de U2 (Lemon… See through in the sunlight She wore lemon But never in the daylight) y se presenta en un palacete okupa donde transcurre el Contra Festival, un festival alternativo para protestar contra el derroche del festival oficial y la falta de espacios culturales para jóvenes creadores locales. Acto de insumisión cultural. Ajuste de cuentas con la cultura… del capital.
¿Por qué no escribiré en primera persona? Bien, me paso a la primera persona. Así, habrá segundas y terceras personas cuando aparezcan.
Cuando llego al patio interior del palacete, descubro un precioso edificio decimonónico, abandonado y reconvertido de manera improvisada en un espacio multicultural, mutifuncional, multicanal y multitudinario. Y multietílico. Musicón tecno. Neopunkies. Ecologistas. Alternativos. Marineros. Soldados. Solteros… Solteros… Solteros...
Había quedado con unos amigos que no aparecen y descubro entre las sombras del mal, debajo de un árbol viejo y tristón, a M. Lo miro, me mira, se levanta y abandona a sus amigos. Es un chico con aspecto de joven salvaje: alto, delgado, fibroso, con el pelo castaño e indómito, del que brota una minúscula trenza, más larga, y con una barba de dos días bastante díscola. M me sonríe, taciturno, con los ojos tranquilos por un porrete, y me habla, desde su distancia amable. Y nos hablamos, nos sonreímos y fumamos juntos.
Con una cerveza en la mano empiezo a reparar en lo jodidamente guapo que es el cabrón: tiene 21 años -¿será lo mío un problema catalogado ya por la OMS, o le queda poco para serlo?-, y esa pinta, ya eterna, de rebelde sin causa, de niñato incomprendido en todos los ambientes, de hijo fugitivo, de mal estudiante, de vago crónico, de inteligente decepcionado, de devorador de experiencias, de excluido por decisión propia, de seductor sin tregua, de violento, de cariñoso, de tierno, de duro. M es todo eso, acorazado en su cazadora de cuero negro, bajo el suave algodón de una camisa india. Cerca de él, me dan ganas de atracar un banco y hacer luego el amor bajo un rojo atardecer. Deseo. Es sábado noche y fui yo quien quiso presentarse en una fiesta okupa.
M se lía uno detrás de otro, bebe un vaso de anís, y me cuenta cómo entraron en la casa, cómo estaba todo lleno de ramas, de escombros, el trabajo que ha supuesto adecentar aquello. Me cuenta que el palacete tiene 4 plantas más. Todas vacías. Todas llenas de secretos y posibilidades, de sueños por cumplir. “¿Quieres ver cómo es?”, me pregunta. “Por qué no, ¿vamos?”, respondo. Y M y yo nos lanzamos, como niños pequeños, a subir escaleras oscuras, yo alumbrando con el móvil, él dirigiendo la expedición de dos viajeros ebrios.
Las plantas son laberínticas. Habitaciones que dan a habitaciones que dan a pasillos que se pierden en la nada. Y vuelta a empezar. Cada estancia vacía parece ser distinta, como si, entre la oscuridad y la luz cansada de la noche que se cuela por los ventanales, se moviesen los espíritus de quienes habitaron la casa hace décadas. Siento, de golpe, la necesidad de no separarme de M en todo aquel viaje hacia el final de la noche.
M y yo llegamos a la última planta, la suit principal, y principesca. Tiene ventanales grandes que dan al patio donde se desarrolla la fiesta. Saboreamos el silencio de madera y yeso de aquella estancia, con el runrún alegre que proviene del patio, y nos sentamos en el alféizar de la ventana. Arriba, hay una luna grande que se proyecta, como un tópico bastante manido, pero real, sobre los tejados de la ciudad. Abajo, árboles centenarios protegen a los alternativos del claro de luna. Es una escena a medio camino entre “Mi Idaho privado” y “La casa de los espíritus”.
En medio, M y yo en la ventana, ya sin hablar, sólo sonriéndonos con timidez y tensión y casi suspendidos en el vacío. Me paso, como un tonto, un montón de minutos mirando su camisa india bajo su chaqueta de cuero raída, sus pantalones anchos, su indiferencia ante el mundo, su vanidad altiva. M me mira sin saber muy bien quién soy, pero ha estado toda la noche dedicándome la mejor de las sonrisas posibles. La mejor que se pueda encontrar en una noche de sábado. Y entonces, sí, entonces nos besamos. Nos besamos durante horas.
El resto de la noche está okupado. Tender is the night.
(Never in the daylight…)
¿Por qué no escribiré en primera persona? Bien, me paso a la primera persona. Así, habrá segundas y terceras personas cuando aparezcan.
Cuando llego al patio interior del palacete, descubro un precioso edificio decimonónico, abandonado y reconvertido de manera improvisada en un espacio multicultural, mutifuncional, multicanal y multitudinario. Y multietílico. Musicón tecno. Neopunkies. Ecologistas. Alternativos. Marineros. Soldados. Solteros… Solteros… Solteros...
Había quedado con unos amigos que no aparecen y descubro entre las sombras del mal, debajo de un árbol viejo y tristón, a M. Lo miro, me mira, se levanta y abandona a sus amigos. Es un chico con aspecto de joven salvaje: alto, delgado, fibroso, con el pelo castaño e indómito, del que brota una minúscula trenza, más larga, y con una barba de dos días bastante díscola. M me sonríe, taciturno, con los ojos tranquilos por un porrete, y me habla, desde su distancia amable. Y nos hablamos, nos sonreímos y fumamos juntos.
Con una cerveza en la mano empiezo a reparar en lo jodidamente guapo que es el cabrón: tiene 21 años -¿será lo mío un problema catalogado ya por la OMS, o le queda poco para serlo?-, y esa pinta, ya eterna, de rebelde sin causa, de niñato incomprendido en todos los ambientes, de hijo fugitivo, de mal estudiante, de vago crónico, de inteligente decepcionado, de devorador de experiencias, de excluido por decisión propia, de seductor sin tregua, de violento, de cariñoso, de tierno, de duro. M es todo eso, acorazado en su cazadora de cuero negro, bajo el suave algodón de una camisa india. Cerca de él, me dan ganas de atracar un banco y hacer luego el amor bajo un rojo atardecer. Deseo. Es sábado noche y fui yo quien quiso presentarse en una fiesta okupa.
M se lía uno detrás de otro, bebe un vaso de anís, y me cuenta cómo entraron en la casa, cómo estaba todo lleno de ramas, de escombros, el trabajo que ha supuesto adecentar aquello. Me cuenta que el palacete tiene 4 plantas más. Todas vacías. Todas llenas de secretos y posibilidades, de sueños por cumplir. “¿Quieres ver cómo es?”, me pregunta. “Por qué no, ¿vamos?”, respondo. Y M y yo nos lanzamos, como niños pequeños, a subir escaleras oscuras, yo alumbrando con el móvil, él dirigiendo la expedición de dos viajeros ebrios.
Las plantas son laberínticas. Habitaciones que dan a habitaciones que dan a pasillos que se pierden en la nada. Y vuelta a empezar. Cada estancia vacía parece ser distinta, como si, entre la oscuridad y la luz cansada de la noche que se cuela por los ventanales, se moviesen los espíritus de quienes habitaron la casa hace décadas. Siento, de golpe, la necesidad de no separarme de M en todo aquel viaje hacia el final de la noche.
M y yo llegamos a la última planta, la suit principal, y principesca. Tiene ventanales grandes que dan al patio donde se desarrolla la fiesta. Saboreamos el silencio de madera y yeso de aquella estancia, con el runrún alegre que proviene del patio, y nos sentamos en el alféizar de la ventana. Arriba, hay una luna grande que se proyecta, como un tópico bastante manido, pero real, sobre los tejados de la ciudad. Abajo, árboles centenarios protegen a los alternativos del claro de luna. Es una escena a medio camino entre “Mi Idaho privado” y “La casa de los espíritus”.
En medio, M y yo en la ventana, ya sin hablar, sólo sonriéndonos con timidez y tensión y casi suspendidos en el vacío. Me paso, como un tonto, un montón de minutos mirando su camisa india bajo su chaqueta de cuero raída, sus pantalones anchos, su indiferencia ante el mundo, su vanidad altiva. M me mira sin saber muy bien quién soy, pero ha estado toda la noche dedicándome la mejor de las sonrisas posibles. La mejor que se pueda encontrar en una noche de sábado. Y entonces, sí, entonces nos besamos. Nos besamos durante horas.
El resto de la noche está okupado. Tender is the night.
(Never in the daylight…)
sábado, 10 de marzo de 2007
Cuento de invierno 2/2
Entonces, ¿qué camino tomar? La pregunta que se hacía Alicia expresaba la gran cuestión del ser, del ser algo, del ser en sí, tal vez, y el enigma se reflejaba entre la lógica y el azar en un juego de espejos infinito.
Frente a existir, vivir es un verbo transitivo: vivimos algo. Lo vivimos. El problema entonces se desplaza, como siempre, al qué: qué vivimos, qué bebemos (yo prefiero ron Brugal, siempre, pero ¿qué va antes, mi preferencia o la existencia del ron Brugal? ¿Qué preferiría si este no existiera? ¿Preferiría Brugal en vacío, en abstracto?), qué soñamos, qué amamos. El qué es una x, pero no sabemos si esa x está en la ecuación de nuestra vida –como un código genético- esperando despejarse o simplemente reside en el entorno, en las circunstancias, y partiendo de esa x impuesta vivimos construyendo una eterna ecuación que nunca se resuelve.
Antes, el pensamiento lineal, cartesiano, racional (también, cristiano), nos expuso a pensar que nuestra vida era un lógico desarrollo: de abajo hacia arriba, de izquierda a derecha. De menos, a más. Ahora, el Árbol de Porfirio ha sido sustituido por el rizoma de Gilles Deleuze. La x del qué se va moviendo por la ecuación en direcciones imprevisibles: de un lado hacia el otro, de arriba abajo, del centro a la periferia. Creíamos ser ramas del árbol del sentido, pero tal vez no seamos más que fractales recursivos que se desvanecen en el aire.
En París confluyen las galerías del laberinto. Hace tres años. Un autobús nocturno parte de Georges Poumpidou hacia el Boulevard Jourdan. En él, un kamosisa, y un norteamericano se preguntan una dirección, y sin saberlo, se interrogan acerca del fractal que divide y gestiona nuestros destinos. ¿Está, en ese momento fugaz, el destino fuera del autobús, o está dentro, caminando sobre la cuerda floja –flojísima- de un encuentro azaroso, de una conversación imprevista? Se dan el número de teléfono y vuelven a quedar al día siguiente, antes de que el kamosisa vuelva a Madrid a seguir con su itinerario itinerante (e iterativo, e intermitente, e interminable). Y sin que pasase nada, pasó mucho. Y pasaron los años.
París es la ciudad en la que nunca sabemos si las elecciones nos escogen a nosotros o nosotros a ellas. En sus calles, Cortázar juega a encontrarse con la Maga, los personajes de Rohmer viven almacenando casualidades y la eterna señorita del Herald Tribune de Goddard recorre sus plazas a bout de souffle, enamorando a propios y extraños. También en París, ¿seguro que fue en París?, se pregunta Fabio, se encontraron dos maricas muertas, congeladas vivas. París, por eso, siempre ha sido una fiesta.
Y allí, el kamosisa, breve ontología del fracaso, de la imposibilidad de conjugar el pretérito con el presente, la posibilidad con la probabilidad, halló otra dirección que nunca se recorrió y que vuelve a través de los años, vía carta, vía llamada desde el otro lado del Atlático (que es el mismo que éste, porque nos une la OTAN, y el americano lo sabe).
Porque yo sueño, yo no existo, parce-que je rêve, je ne suis pas, decía Leolo. El sueño engulle la existencia: la anula. Cuando soñamos, no existimos, porque la existencia del sueño es infinitamente más fuerte.
Y en él, en el sueño parisino que amenaza con solidificarse en realidad, se cortocircuitan los destinos. Por eso, por vivir la amenaza de ese cortocircuito, merece la pena la pettit mort de la vida.
Fin del cuento de varios inviernos. Ahora, a esperar al cuento del verano.
Frente a existir, vivir es un verbo transitivo: vivimos algo. Lo vivimos. El problema entonces se desplaza, como siempre, al qué: qué vivimos, qué bebemos (yo prefiero ron Brugal, siempre, pero ¿qué va antes, mi preferencia o la existencia del ron Brugal? ¿Qué preferiría si este no existiera? ¿Preferiría Brugal en vacío, en abstracto?), qué soñamos, qué amamos. El qué es una x, pero no sabemos si esa x está en la ecuación de nuestra vida –como un código genético- esperando despejarse o simplemente reside en el entorno, en las circunstancias, y partiendo de esa x impuesta vivimos construyendo una eterna ecuación que nunca se resuelve.
Antes, el pensamiento lineal, cartesiano, racional (también, cristiano), nos expuso a pensar que nuestra vida era un lógico desarrollo: de abajo hacia arriba, de izquierda a derecha. De menos, a más. Ahora, el Árbol de Porfirio ha sido sustituido por el rizoma de Gilles Deleuze. La x del qué se va moviendo por la ecuación en direcciones imprevisibles: de un lado hacia el otro, de arriba abajo, del centro a la periferia. Creíamos ser ramas del árbol del sentido, pero tal vez no seamos más que fractales recursivos que se desvanecen en el aire.
En París confluyen las galerías del laberinto. Hace tres años. Un autobús nocturno parte de Georges Poumpidou hacia el Boulevard Jourdan. En él, un kamosisa, y un norteamericano se preguntan una dirección, y sin saberlo, se interrogan acerca del fractal que divide y gestiona nuestros destinos. ¿Está, en ese momento fugaz, el destino fuera del autobús, o está dentro, caminando sobre la cuerda floja –flojísima- de un encuentro azaroso, de una conversación imprevista? Se dan el número de teléfono y vuelven a quedar al día siguiente, antes de que el kamosisa vuelva a Madrid a seguir con su itinerario itinerante (e iterativo, e intermitente, e interminable). Y sin que pasase nada, pasó mucho. Y pasaron los años.
París es la ciudad en la que nunca sabemos si las elecciones nos escogen a nosotros o nosotros a ellas. En sus calles, Cortázar juega a encontrarse con la Maga, los personajes de Rohmer viven almacenando casualidades y la eterna señorita del Herald Tribune de Goddard recorre sus plazas a bout de souffle, enamorando a propios y extraños. También en París, ¿seguro que fue en París?, se pregunta Fabio, se encontraron dos maricas muertas, congeladas vivas. París, por eso, siempre ha sido una fiesta.
Y allí, el kamosisa, breve ontología del fracaso, de la imposibilidad de conjugar el pretérito con el presente, la posibilidad con la probabilidad, halló otra dirección que nunca se recorrió y que vuelve a través de los años, vía carta, vía llamada desde el otro lado del Atlático (que es el mismo que éste, porque nos une la OTAN, y el americano lo sabe).
Porque yo sueño, yo no existo, parce-que je rêve, je ne suis pas, decía Leolo. El sueño engulle la existencia: la anula. Cuando soñamos, no existimos, porque la existencia del sueño es infinitamente más fuerte.
Y en él, en el sueño parisino que amenaza con solidificarse en realidad, se cortocircuitan los destinos. Por eso, por vivir la amenaza de ese cortocircuito, merece la pena la pettit mort de la vida.
Fin del cuento de varios inviernos. Ahora, a esperar al cuento del verano.
lunes, 5 de marzo de 2007
Mapa de cuerpos
"Para nuestros ojos ya gastados, el cuerpo humano define, por derecho de naturaleza, el espacio de origen y la repartición de la enfermedad: espacio cuyas líneas, cuyos volúmenes, superficies y caminos están fijados, según una geometría ahora familiar, por el Atlas anatómico. Este orden del cuerpo sólido y visible no es, sin embargo, más que una de las maneras para la medicina de espacializar la enfermedad. Ni la primera indudablemente, ni la más fundamental. Hay distribuciones del mal que son otras y más imaginairas".
Michel Foucault. El nacimiento de la clínica.
El origen de toda ciencia, de todo conocimiento, no es ser el espejo de una exterioridad estática y ética. Es, al contrario, un trabajo estético: la elaboración del mapa, un espacio donde ubicar el bien y el mal, separándolos por taxonomías fronterizas, haciendo evidentes sus límites, sus finales. Respondiendo, siempre, a la geografía del poder del sujeto que habla y dice el mapa.
Nos despertamos, aprendemos y creemos y creamos artificios para oponer el discurso a la nada, la salud a la enfermedad, lo normal a lo anormal. Pero no nos engañemos: el conocimiento médico es sólo un mapa en busca del mal. Otro de tantos.
Hay distribuciones del mal que son otras y más imaginarias.
Pregunta del día:
¿Quién entre Epi y Blas era colombófilo?
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