El viernes este kamosisa quiso ir a la fiesta de inauguración del Festival de Cine, aunque sabía que estaría plagada de niñatos del PP, pero se quedó sin entrada. El sábado noche, el kamosisa, en un arranque de voluntad personal inaudito en él cuando la oscuridad se cierne, coge el coche, atraviesa la ciudad escuchando el Zooropa de U2 (Lemon… See through in the sunlight She wore lemon But never in the daylight) y se presenta en un palacete okupa donde transcurre el Contra Festival, un festival alternativo para protestar contra el derroche del festival oficial y la falta de espacios culturales para jóvenes creadores locales. Acto de insumisión cultural. Ajuste de cuentas con la cultura… del capital.
¿Por qué no escribiré en primera persona? Bien, me paso a la primera persona. Así, habrá segundas y terceras personas cuando aparezcan.
Cuando llego al patio interior del palacete, descubro un precioso edificio decimonónico, abandonado y reconvertido de manera improvisada en un espacio multicultural, mutifuncional, multicanal y multitudinario. Y multietílico. Musicón tecno. Neopunkies. Ecologistas. Alternativos. Marineros. Soldados. Solteros… Solteros… Solteros...
Había quedado con unos amigos que no aparecen y descubro entre las sombras del mal, debajo de un árbol viejo y tristón, a M. Lo miro, me mira, se levanta y abandona a sus amigos. Es un chico con aspecto de joven salvaje: alto, delgado, fibroso, con el pelo castaño e indómito, del que brota una minúscula trenza, más larga, y con una barba de dos días bastante díscola. M me sonríe, taciturno, con los ojos tranquilos por un porrete, y me habla, desde su distancia amable. Y nos hablamos, nos sonreímos y fumamos juntos.
Con una cerveza en la mano empiezo a reparar en lo jodidamente guapo que es el cabrón: tiene 21 años -¿será lo mío un problema catalogado ya por la OMS, o le queda poco para serlo?-, y esa pinta, ya eterna, de rebelde sin causa, de niñato incomprendido en todos los ambientes, de hijo fugitivo, de mal estudiante, de vago crónico, de inteligente decepcionado, de devorador de experiencias, de excluido por decisión propia, de seductor sin tregua, de violento, de cariñoso, de tierno, de duro. M es todo eso, acorazado en su cazadora de cuero negro, bajo el suave algodón de una camisa india. Cerca de él, me dan ganas de atracar un banco y hacer luego el amor bajo un rojo atardecer. Deseo. Es sábado noche y fui yo quien quiso presentarse en una fiesta okupa.
M se lía uno detrás de otro, bebe un vaso de anís, y me cuenta cómo entraron en la casa, cómo estaba todo lleno de ramas, de escombros, el trabajo que ha supuesto adecentar aquello. Me cuenta que el palacete tiene 4 plantas más. Todas vacías. Todas llenas de secretos y posibilidades, de sueños por cumplir. “¿Quieres ver cómo es?”, me pregunta. “Por qué no, ¿vamos?”, respondo. Y M y yo nos lanzamos, como niños pequeños, a subir escaleras oscuras, yo alumbrando con el móvil, él dirigiendo la expedición de dos viajeros ebrios.
Las plantas son laberínticas. Habitaciones que dan a habitaciones que dan a pasillos que se pierden en la nada. Y vuelta a empezar. Cada estancia vacía parece ser distinta, como si, entre la oscuridad y la luz cansada de la noche que se cuela por los ventanales, se moviesen los espíritus de quienes habitaron la casa hace décadas. Siento, de golpe, la necesidad de no separarme de M en todo aquel viaje hacia el final de la noche.
M y yo llegamos a la última planta, la suit principal, y principesca. Tiene ventanales grandes que dan al patio donde se desarrolla la fiesta. Saboreamos el silencio de madera y yeso de aquella estancia, con el runrún alegre que proviene del patio, y nos sentamos en el alféizar de la ventana. Arriba, hay una luna grande que se proyecta, como un tópico bastante manido, pero real, sobre los tejados de la ciudad. Abajo, árboles centenarios protegen a los alternativos del claro de luna. Es una escena a medio camino entre “Mi Idaho privado” y “La casa de los espíritus”.
En medio, M y yo en la ventana, ya sin hablar, sólo sonriéndonos con timidez y tensión y casi suspendidos en el vacío. Me paso, como un tonto, un montón de minutos mirando su camisa india bajo su chaqueta de cuero raída, sus pantalones anchos, su indiferencia ante el mundo, su vanidad altiva. M me mira sin saber muy bien quién soy, pero ha estado toda la noche dedicándome la mejor de las sonrisas posibles. La mejor que se pueda encontrar en una noche de sábado. Y entonces, sí, entonces nos besamos. Nos besamos durante horas.
El resto de la noche está okupado. Tender is the night.
(Never in the daylight…)
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6 comentarios:
Es el tipo de noche que uno jamás olvida, por más años (y solteros)que pasen.
Bis, bis!!
Es lo que se produce cuando alguien está "lost in traslation" y siente que otro alguien lo ha encontrado... someone, somewhere... in summertime
Keki ahora entendemos porqué no quisiste salir con nosotras, pero no pasa nada siempre nos quedará el youtube y los vídeos de Modern Talking
Por favor, el moreno de los Modern Talking es una mezcla entre Camilo Sesto y Pocashontas, tenemos que rescatarlo para el Congreso y que se presente de la mano de Judit Butler.
Keki espero que no llegues a mi nivel de desesperación: estuve a esto de ir a Carrasquilla, comprar un disfraz de criada y colarme en la fiesta pepera. Luego lo pense y me pregunte: que haría una chica como yo en una party de derechas?.
Opté por los Morancos.
desde luego, hay más sitios para perderse en la traducción que Tokio, sí. ¡Pero que bien se lo pasan ustedes en Málaga!
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