Desde el colegio mayor la nieve unificaba un urbanismo proceloso. Mi facultad se veía al fondo, rectangular. En las habitaciones pequeñas había una intimidad no apta para el estudio. El colegio mayor, antaño libertario y rojo y conspirador, tenía ahora un agobio de porro post-adolescente y medio pijo.
Pero me llevaba bien con tres tipos: los tres, futuros politólogos. Y entre ellos, Agustín. Canario, alto, espigado, rebelde niño prodigio inadaptado. Se fumaba a las chicas: las convertía en ceniza y, una vez consumidas, las aplastaba contra el cenicero. Admiraba el verbo crítico de Agustín. Y también sus pantalones militares. Y que cada dos por tres me acusase de "liberal" o "derechista".
Aquella noche no salíamos por Huertas o por Malasaña. Refugiados en un botellón interno de cuarto de estudiante, hablamos de noches, de Madrid, de nuestros incipientes estudios. Los tres politólogos, y yo, futuro periodista.
Quedamos Agustín y yo. Solos en la habitación, deslizando palabras al ritmo tibio del hachís, dibujando círculos verbales sobre el lugar al que queríamos llegar: el centro de nuestro hipotálamo, el espacio secreto donde todo se guarda como en una caja negra y al que sólo se puede acceder ayudado por las drogas o la madrugada. Como sucedía en Arrebato, la película de Iván Zulueta.
Me preguntó, como el que que encañona a un judío, si me sentía atraído por chicos, si había tenido experiencias con ellos. Y me dejé abatir.
Con calma canaria, con control de la situación, Agustín me fue explicando sus incursiones homosexuales, su creciente interés por los chicos, en base a justificaciones bio-psicográficas que me inspiraban una compasión no exenta de curiosidad (murió su padre cuando tenía 15 años, y tal vez buscaba la figura paterna, fue hijo único...etc). Ambos estábamos leyendo a escondidas, a la vez, "No se lo digas a nadie", de Jaime Baily.
Eran las cinco de la madrugada cuando Agustín me preguntó si me podía besar. Nunca más me han vuelto a hacer esa pregunta. Estuvimos besándonos hasta tarde, con una entrega que yo viví como un proyecto -el primero de mi vida, tal vez- y él como una confirmación.
Las noches nos persiguieron. Nos besamos en su habitación, en la mía, en los baños de los bares de Huertas, en un portal de Chueca, en la mítica discoteca Xenon, o en Stars, o en Aliens (todas ya desaparecidas en el frenesí anfetamínico de los 90, tan lejano!). Nos drogamos, nos manifestamos, bailamos hasta la saciedad "Electricistas", de Fangoria, fuimos a exposiciones, discutimos sobre cuadros de Pérez-Villalta (la imagen de arriba), sobre libros de Jean Genet o la película Cuernos de Espuma, que nos enseñó el placer de la autodestrucción durante unas semanas.
Admiraba a Agustín. Lo quería. Se mudó a un piso de la calle Libertad, dormíamos juntos, sin dormir, cambiando el mundo, sin cambiarlo.
Cuando me dejó sufrí una amputación. Otro jarrón hecho añicos por el niño prodigio. No supe nada más de él, y sigo sin saberlo, diez años después.
Pero he leído un poema de Eduardo Haro-Ibars esta mañana y, del tarro de las esencias que creía oculto ha salido aquel manto de nieve de postal navideña que se veía desde el colegio mayor, y aquella noche, y las que siguieron. Hasta hoy.
El muchacho eléctrico
Para Eugenio, Jaime y Fernando, en
un albor de inventos sonoros.
ciertas formas de bar caliente diorama
siempre avanzamos en círculos polifonía estrecha
Madrid se estremece como un animalito
es agua Asesinado el Muchacho Eléctrico en cualquier parte
sólo queda lo gris lo submarino
infinitos gaseosos en torno al Bar Humano
bola contra bola de metal asesino
las glándulas generan
recuerdos como aquellos labios muertos Lotte Lenya
sonríe desde su viejo cliché
una estatua otra estatua y mil estatuas
o sombras o recuerdos luces y pulsaciones
de un astro en la ventana
y hay cuerpos muy calientes lo recuerdas
sin matriz así la mano blanda
se retuercen los pocos que están ahí copulan
mueren los ciegos en sus garitas transparentes
entrañas arrancadas y olor a niebla matinal sin sangre
bocas abiertas a las puertas de un solo
que no calienta más que mármoles
sus piernas milagro de leche y un libro abierto recuerda
él ya murió se lo dijimos es la cámara de torturas un lugar sombrío
junto al monte de Venus -verdad del rinoceronte
junglas de terciopelo- no no recuerdas nada
pero existe una línea directa tendrás pecho y vientre
crepúsculos de muchacho eléctrico una bandada de ojos oh qué lejos
nubes vendidas al mejor postor en los escaparates ciudadanos
es todo igual
y siempre habrá cerveza en tus cabellos
[De Pérdidas Blancas (1978)]
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2 comentarios:
Adoro las ceremonias de iniciación...tan bien contadas
Hasta los recuerdos que más nos definen se desdibujan en la memoria con el paso del tiempo. Tenemos que cuidarnos, kamosisa!
Un placer veros a los dos por aquí. Saludos!
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