No es que sea yo un fan's (así, en plural, como diría la "Agrado") de Madonna. Pero la ambición rubia vale su precio en oro sobre el escenario. Oro, como el que lucía en los anillos y collares del vestuario de los bailarines, la mayoría negros, a la moda R&B, estilo Harlem de ahora.
R y yo nos habíamos empapado muy bien de los preliminares, toda vez que el diario pijo-casual Nice matin (La mañana de Niza, vaya a ser que alguien crea que Nice es "bonito") llevaba días anunciando, con reportajes y cotilleos, la llegada de "La Madone" a la "Côte d'Azur".
Acertaron en dos nombres: Elton John -marido incluido- y Bono -no confundir con el presidente del Congreso- acudieron a la llamada del Sticky and Sweet tour (tour pegajoso y dulce) y saludaron al personal cual divas destronadas, en los minutos de antes del delirio.
Y nosotros, en la pelouse, es decir, en el campo, rodeados de niçoices más siesos que la mar. Porque no le veo yo el sentido a pagar 60 euros -o más-, soportar las bullas, los empujones, los calores, los sudores, y luego quedarte quieto como un pasmarote mientras la rubia canta "Like a prayer", "Vogue" o alguno de sus últimos raps.
Desde luego, R y yo no dejamos de botar (con b), aunque le jodiéramos el concierto a los franchutes lánguidos que teníamos delante.
De Madonna podemos decir que está casi irreconocible. El rubio artificial, la cara algo deformada por las operaciones que la han dejado leporina, junto a sus brazos musculosos en los que se marcan poderosas venas, te hace dudar si estás frente a la Ciccone o a Martina Navratilova.
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