miércoles, 27 de enero de 2010

Tengo un mal romance

Lo confieso. Junto a las pelis de Bergman y de Passolinni. Junto a la literatura de Marcel Proust y Kafka y Norman Mailer y Paul Auster, soy un admirador de Lady Gaga. Tengo, parafraseándola, un bad romance con ella. Creo que en esta eterna post-adolescente con cara de ida, con ojos de atardecer encocado bajo las palmeras de Suset Boulevard, con fealdad de alta costura, con movimientos dislocados de diseño, se resume la totalidad de nuestro tiempo. De nuestra estética. De nuestro drama. De nuestro exquisito vacío.

Es una musa con ecos de antaño y formas futuristas. Salvando las décadas y los estilos, tiene el malditismo obsceno de Mina, la fragilidad bobalicona de Edith Piaf, el glamour trágico de Melina Mercouri. Lady Gaga es la fiesta loca minutos antes de que el mundo explote. Es la felicidad arañada al inmiente desenlace fatal. El Carpe Diem transportado a California. Bret Easton Ellis hubiese soñado con inventarse a Lady Gaga.

Entramos en Los Ángeles escuchando Just Dance, y en Las Vegas, con Poker Face. Su vocecilla sonaba épica en el desierto, y sarcástica en la ciudad. No sé qué me chifla de ella. Creo que es su belleza que parece surgida del mal, su carnalidad insolente y casi ofensiva, el barroquismo posmoderno de su vestuario, en fin, su imperfección inexplicablemente hipnótica.

Basta escuchar y leer (en español, en este vídeo) la letra de su Bad Romance, un retorno al romanticismo grotèsque, un himno al amor fou que logra ser aún más irónico que burdo.

En fin. He caído en los brazos de esta friki-musa for good.

lunes, 18 de enero de 2010

Culminación

Viaje a Málaga. Objetivo, concluir la tarea en la que he invertido 5 años de mi vida. Una tesis doctoral que no puede ser el final de nada, sino el principio de todo (o de muchas cosas). No es un parto, pero sí una parte y una puerta, un pasaje intelectual y administrativo hacia futuras opciones.

Cuando te juegas el resultado de cinco años de esfuerzo en poco más de una hora, la experiencia del tiempo puede ser muy desestabilizadora. La clave está en que no hay una relación proporcionada entre el coste y el beneficio de la operación. Si sale bien, tendrás un pedigrí académico incuestionable, prestigio, auto-satisfacción y un papel oficial que dice que eres doctor y puedes dar clases en la Universidad. Si sale mal, además de la ignominia y la cicatriz imborrable en tu autoestima, habrás perdido 5 años que bien hubieras invertido en otra cosa. Nada ni nadie podrá devolverte ese periodo de dedicación y desvelo. O sumas o restas, pero ya no te puedes quedar como estabas. Ya no.

Durante los días previos se produce -admitámoslo- una crisis generalizada del yo. Hay una vanidad autocuestionada (no sirvo para esto), que se amplifica gracias a una inevitable y repentinamente descubierta inclinación hacia el pensamiento catastrófico. Resulta que uno, futuro doctor con una tesis sobre un complejísimo y sesudo sociólogo alemán, posee una íntima tendencia a creer en turbios presagios. Falla la cafetera, y ah, ¡es una señal clarísima de la inminencia del fracaso! Muy racional. Por no hablar de las manifestaciones clásicas de la superstición, que parecen acumularse durante esos días, como si hubieran esperado todo el año para aparecer juntas. Nunca habías visto un gato negro en la Plaza de los Cubos, hacía meses que no se te caía el salero, y resulta que el espejo del baño tiene una grieta que deforma picassianamente tu rostro.

Sí, uno no cree en esas cosas, pero y si, y si, y si. Todo, hasta el más leve indicio, pronostica un desenlace fatal. Maldiciones y augurios, barruntos y vaticinios se mezclan con leyendas negras que hablan de doctorandos que se quedaron en blanco, o de tribunales impíos que despellejaron a la víctima de turno delante de su propia familia con comentarios mordaces y escalofriante desprecio.

De nada sirve que te hayan dicho que eso no pasa casi nunca, que casi siempre dan cum laude y que la hora de angustia no es más que un trámite necesario. En el fondo, eso es peor. La minimización de las posibilidades de fracaso convierten a éste en algo verdaderamente terrorífico. Uno se imagina casi solo en una especie de club apestoso de doctores fallidos, junto a los peores parias del planeta, tomando un Bitterkás y comentando cada uno sus circunstancias específicas (¿Y a ti qué te pasó, por qué estás aquí? Eemmm, bueno, parece que a los miembros del tribunal no les interesaron mis investigaciones sobre el cambio de hábitos sexuales de las moscas zulús a raíz de la colonización africana. Otro: yo me quedé bloqueado, según mi director de tesis, el trabajo era magnífico, pero llegué allí y no sabía qué decir, ¿te lo puedes creer? Yo que me tengo por un tío elocuente y extrovertido, que nunca tuve problemas para entrar a una tía en un pub).

Pero llega el día, la hora, el minuto, el tiempo parece detenerse, y uno se sitúa en el centro, ante el gran tribunal docente, solo ante uno mismo, y ya sólo te queda romper las barreras del silencio, tomar la palabra, dejar correr al río, olvidar al gato negro y el salero y las improbables leyendas urbanas. Y te das cuenta de que hay un discurso, un texto, un sentido. Que todo sale a la perfección. Que eres un máquina. Un puto hacha. Que te vas a comer el puto mundo.

Llegan los halagos, los aplausos y felicitaciones, que son un narcótico de la hostia, la mejor droga. En fin... que pasas de la crisis generalizada del yo, a un superátiv de autoestima, una inflación de vanidad, un crecimiento exponencial de la egolatría.

Entonces, dos días después, te subes en el AVE, te quedas dormido, y al levantarte te das cuenta de que te han robado el móvil.

Y sí, el mundo vuelve a ser jodidamente real... Afortunadamente.

lunes, 11 de enero de 2010

Un día de nieve

Era inevitable. El crujido de la nieve convertida en hielo bajo mis pies, al caminar por Ciudad Universitaria, me recordaba a cuando trataba de quebrar una galleta Maria con una cuchara en un tazón de leche. Reminiscencias proustianas de la infancia. La visión de las facultades cubiertas de blanco me impresionó porque sólo un mes antes estábamos a 40 grados. El mes pardo de hojas secas y cielos grises duró poco. Sí, por fin, esto era Madrid.

El viejo solía sentarse a leer en un banco en una calle imprecisa entre mi Colegio Mayor y Reina Victoria. Lo veía a menudo. Por las tardes que hacía bueno yo solía ir, también a leer, a un parque cercano a su banco, donde por la noche se hacía botellón. Y cuando hacía malo, me metía en una cafetería que había enfrente y dejaba pasar las horas, tomando hogareños chocolates calientes, e inmerso en novelas (Cortázar, Saul Bellow, Bret Easton Ellis, William Bourroughs).

Al principio lo veía pero no lo miraba (como si fuera un elemento más del paisaje, mobiliario urbano), hasta que empecé a observarlo, a darme cuenta de que ese banco le pertenecía (como a un lobo sus dominios) y que, mecánicamente, hacía lo mismo que yo: leer. Todo le parecía indiferente. Pero nada le resultaba ajeno. Si lo mirabas bien, por él habían pasado todas las edades. Era un joven envejecido. Tal vez un viudo. Un maduro interesante devenido prematuramente en anciano, un atractivo ya oxidado (pelo cano y ralo, arrugas en una piel de lija blanquecina), gorros de lana y chaquetas gruesas y ocres como su piel.

Era fácil establecer un paralelismo entre nosotros. Como el tiempo es una magnitud relativa, en un abrir y cerrar de ojos pensé que yo sería él dentro de toda una vida (o que él era una versión de mí que había venido deportada desde el futuro). A veces el laberinto de las ciudades nos sitúa delante de espejos vitales, de duplicaciones inverosímiles. Pensé que el final de algo siempre se parecía al principio. El comienzo de la primavera imitaba al final del otoño. Toda una concatenación de azares, experiencias, conquistas y pérdidas para terminar como empezamos: leyendo un libro en la misma zona de Madrid, como si nada más importase. La tentación de averiguar cuál sería su dieta literaria empezó a ser difícilmente soportable para mí. Si él era, en cierta medida, yo dentro de 5 décadas, quería saber qué leería entonces, de qué me alimentaría.

Aquella noche había nevado (casi) tanto como ayer. Bajo aquel edredón, el Johnny (así llaman, desde los años 60, al San Juan Evangelista) parecía una residencia estudiantil alemana, un sitio que albergaría a los futuros físicos cuánticos, y no el bullicioso pero irresistible tinglado español con club de jazz y comedor de colegio. Salí a la calle con el libro que entonces me estaba leyendo, El día que murió Marilyn, de Terenci Moix. Dejando un camino sospechoso de pisadas sobre aquel merengue inmaculado me dirigí al banco. Y allí estaba el viejo. Me senté en una de las esquinas. Noté que me observó con una cierta incomodidad, calibrando por encima de su libro la amenza que suponía yo para su calma dedicación. Era obvio que no estaba acostumbrado a intrusos, que disfrutaba de la soledad. Creí oír un ligero gruñido (aunque puede que fueran imaginaciones mías), pero luego volvió a concentrarse en su lectura, pasando olímpicamente de mí. Entonces me fijé en el libro. No recuerdo el título, pero vi claro el nombre del autor: Corín Tellado.

El corazón me dio un vuelco. La decepción se mezcló de manera extraña con la sorpresa. Yo que me esperaba a un viejo existencialista y sabio, un antiguo comunista o ex-profesor de universidad de literatura contemporánea, tal vez un escritor fracasado o un antiguo periodista, un ex agente del FRAP o de la KGB, quizás alguien que había vivido exiliado en París durante la dictadura, que leería a Camus, a Sartre, a Baroja o Unamuno... resulta que devoraba folletines de amor, como en esa novela de Luis Sepúlveda. Entonces me acordé de que mi abuelo hacía lo mismo. Se sentaba en el sofá del salón de la casa valenciana (amplia y oscuramente burguesa) a fumar tabaco negro (Ducados) y zamparse, una tras otra, novelitas de Corín Tellado. Silencioso, cabreado con el mundo y sin hablarse con mi abuela desde hacía años (esos ásperos matrimonios tan de esa época), aquello parecía lo único que le proporcionaba placer, que lo abstraía.

Estuve tentado de iniciar conversación con él, de saber su nombre, su historia, de oír su voz, que sería ronca o apagada, acogedora o arisca (uno nunca sabe si el vino de crianza estará picado o más delicioso que nunca, con todos los sabores perfectamente fundidos en uno solo). Pero creo que le habría importunado demasiado. La soledad y aquellas historias románticas era tal vez lo único que le quedaba en este mundo. ¿Para qué quitárselo? Pasó el invierno, y el viejo siguió yendo al banco, a leer novelitas de Corín Tellado. Y yo a mi parque y mi cafetería. Llegó la primavera y se esfumó el verano. Siguió igual. El tiempo parecía casi no pasar. A veces, el viejo llevaba un periódico gratuito con el que alternaba lectura novelesca.

Me fui del Colegio Mayor, viví en Alberto Aguilera, en Bretón de los Herreros y en la Calle Princesa. Transcurrió casi una década. Hace un año fui por la zona, por una gestión que no viene al caso. El banco ha desaparecido y en su lugar hay un enorme cartel publicitario que cambia automáticamente de anuncio y afea la esquina con tipos musculados que lucen boxer o coches de última generación. Tal vez, el viejo dejó de ir antes de que le robasen esa esquina apacible de Madrid. Quién sabe. Hoy, con la nieve, me he acordado otra vez de él. Hace un día precioso, perfecto para leer novelas de amor.

viernes, 8 de enero de 2010

Pequeño y satírico Soneto invernal

En esta eternidad sin intermedio,
de montaña del Tíbet sin asceta,
de calle Montera sin proxeneta,
de triste crucigrama sin remedio.

En esta tela de juicio sin faltas,
de triste magistrado sin sentencia,
de acusados que no piden clemencia,
de secretarias que esconden sus faldas.

Ya han cesado los rayos del poeta,
Manhattan ya no es de nosotros dos,
hay rebajas en el Zara del amor,
pero no hay crédito en esta tarjeta.

Peces en el río del Moet Chandon.
Le lanzaré una opa al desaliento,
para comprar un beso de año nuevo.
Este enero, los Reyes traen carbón.

lunes, 4 de enero de 2010

Strong

Pasan los años. Y el deseo -la calentura, estar hot como una perra- siempre está de moda. Cambian nuestros gustos musicales, la ropa que vestimos, y hasta nuestros estados emocionales amplios. Pero seguimos, cual perro de Pavlov, salivando al estímulo, al condicionamiento clásico del sexo por el sexo.

El sábado volví al Strong. O lo que es lo mismo, la discoteca gay con el cuarto oscuro más conocido del mundo. La única discoteca que conozco que gana la batalla del tiempo y de las preferencias de la comunidad homosexual, tal volátil, tan caprichosa. Y el sábado, comprobé -una vez más- que es el único local que, por encima de fronteras culturales, reúne a todos los subtipos de gays; en la pista me vi bailando en medio de osos, neopunks, pijos, alternativos, muscu-calvas, viejos y niñatos. Es la insoportable universalidad del morbo.

Un gusano. Eso es lo que es. El deseo compulsivo, irracional, casi obsceno, prohibido, oculto, sucio, pringoso, amorfo, irresponsable, el deseo sin motivo, oscuro, inevitable, abstracto es un gusano que tenemos en las tripas, como una solitaria adosada a nuestros tejidos adiposos que nos genera más y más hambre cuanto más comemos. Un hambre imposible de saciar porque cada comida alimenta más al monstruo de siete cabezas.

También se me ha ocurrido pensar alguna vez que el Strong es una especie de aparato digestivo.

La boca estaría en la entrada, por donde entra la carne humana. El estómago sería la pista de baile y las barras, donde la carne de hombre se prepara, macera y ablanda con los jugos gástricos (llámase alcohol, luces tenues, música tecno atronadora). La primera parte del cuarto oscuro, el laberinto, serían los intestinos, que finalmente desembocarían en el recto, las últimas salas, sumidas en una oscuridad absoluta, donde se expelen todos líquidos. Donde la carne ya no tiene forma y es una amalgama, una pasta que busca explotar hacia el final, hacia la salida. Dos o tres horas, desde que se entra, hasta que se eyacula al fondo del local.

Fui con J, I y unos amigos de I. Pensamos que el fin de semana de macro-fiestas chic para despedir el año dejarían un saldo interesante de gente cachonda con ganas de marcha. No nos equivocamos. El Strong estaba hasta los topes. Bailamos y bebimos, macerándonos con gin-tonics antes de ingresar en sus intestinos.

Y cuando entramos, cuando entré, fue como cuando Alicia cruza el espejo y se pasa al otro lado de la realidad.

Allí, dentro, muy dentro, muy al fondo, la estructura de las cosas se invierte. El mundo se ve al revés, como en un espejo cóncavo. No todos están preparados para esa inversión ontológica, para esa inmersión en el reverso de uno mismo. Porque allí está fuera lo que normalmente se queda dentro. Lo bello está supeditado a lo grotesco. La identidad, sometida a la voluntad. La individualidad al grupo. El placer al peligro. El bien al mal. Una ficción colectiva grotescamente democrática, donde no cuenta el mérito o la belleza, donde todo se comparte y se diluyen las jerarquías que nos dividen y dan una forma lógica, aceptable y cívica a nuestros deseos más íntimos.

El alcohol me había ablandado, pero tal vez no lo suficiente. Caminaba cerca de la tentación, bordeándola, pero con las alertas demasiado despiertas. Caminé , entre las sombras, persiguiendo en vano a un chico musculado de facciones simétricas y rotundas. Digo en vano, porque a los minutos lo vi sentado engullendo pollas sin pensar a quién pertenecían. Se me empalmó de golpe, pero no me atreví a colocar mi miembro en su boca y ser uno más. Hubiese sido fácil, pero no lo hice. Las malditas alertas. La ingesta insuficiente de alcohol.

Y seguí caminando y entre las caras que se ven difuminadas o borrosas distinguí a X, un amante de hace tiempo. Recordé de golpe su nombre, y que tenía un buen culo, y también que era filólogo árabe. Un tipo interesante con el que compartí más de un polvo y más de una conversación sobre el conflicto en Oriente Próximo. Me saludó tímidamente, incluso me dio dos besos, un signo de civismo en el centro de la selva que se cargó rápidamente de significado.

Aburrido, decepcionado, algo asqueado, volví a la pista y bailé con I.
J seguía perdido por los intestinos.
I me ofreció GHB, pero no quise, y recordé cuando lo conocí y me dio a probar el éxtasis, un domingo en el Space.

Cuando la pista se iba aclarando y la velada iba tocando a su fin, volví a ver a X, el filólogo árabe, sentado en unos de los laterales de la pista. Me miraba. Tenía la cara sombría y me acerqué.

-¿Qué tal fue?
- Eres el único que conozco aquí. Necesito hablar, A. Escúchame por favor. -En su mirada vi algo que tenía más que ver con la ansiedad, que con el miedo.
- Habla.
- Se ha perdido el condón. Se ha debido quedar dentro. O eso creo.
- ¿Se lo había puesto?
- En principio sí, pero cuando se sacó la polla, no lo tenía. Estábamos en una cabina. Tal vez se rompió, o a lo mejor no se lo puso. Estoy acojonado. No sé lo que ha ocurrido.
- ¿Y el tipo?
- Se subió el pantalón a toda hostia y se fue.
- ¿Quieres que salgamos?
- No quiero amargarte la noche. Demasiado estás haciendo. Tío perdona.
- No me cuesta nada. Debes estar pasándolo mal. Tú harías lo mismo.
- Jodidamente mal. Aquí sólo te conozco a ti. Esto es una mierda. No debí venir.
- No te preocupes. Tal vez el otro tío esté igual que tú, cagado de miedo, sin saber qué coño ha ocurrido. Lo más probable es que no haya pasado nada. Va, no te comas más el tarro, venga, anímate, salgamos a desayunar. Te invito a unos churros, que es Año Nuevo.

Y salimos. Y pensé en los intestinos de Madrid. En el sida (o en su idea) comprando billetes aleatoriamente para viajar en cada corrida y conquistar nuevos cuerpos para su causa global, para su guerra sucia e injusta, convirtiéndonos en víctimas y verdugos de nosotros mismos. Cada polla es una guadaña, una pistola con una bala en el tambor, más efectiva cuanto más grande o suculenta; la belleza tiene algo de venenoso. Qué débiles somos. Adictos a nuestra propia destrucción, o a la posibilidad de la misma. Cómo nos gusta caminar por delgada, finísima frontera que separa al infierno del paraíso. Cómo nos gusta mirar a ambos lados y reconocernos en los dos lugares, ciudadanos de ambos territorios.

Y miré a X. Casi no lo conocía y había, de repente, un vínculo renovado entre ambos. Comiendo churros, lo comprendí. Entendí lo que había hecho y sentí en carne propia las bromas de mal gusto que la vida siempre nos tiene preparadas. Y pesé que, a pesar de todo, (yo, pero tal vez él también) volvería a aquel lugar donde el deseo del otro, del desconocido es insoportable; un deseo extraño y directamente proporcional al miedo que nos da.

Porque el otro, en la oscuridad, es la promesa de algo nuevo, algo que no sabemos si será sublime u horrible, pero que necesitamos descubrir. Y si nos atrae tanto no es por nada, sino porque en el fondo misterioso y terrible de los demás, estamos nosotros mismos, apechugando con nuestro vacío.