lunes, 11 de enero de 2010

Un día de nieve

Era inevitable. El crujido de la nieve convertida en hielo bajo mis pies, al caminar por Ciudad Universitaria, me recordaba a cuando trataba de quebrar una galleta Maria con una cuchara en un tazón de leche. Reminiscencias proustianas de la infancia. La visión de las facultades cubiertas de blanco me impresionó porque sólo un mes antes estábamos a 40 grados. El mes pardo de hojas secas y cielos grises duró poco. Sí, por fin, esto era Madrid.

El viejo solía sentarse a leer en un banco en una calle imprecisa entre mi Colegio Mayor y Reina Victoria. Lo veía a menudo. Por las tardes que hacía bueno yo solía ir, también a leer, a un parque cercano a su banco, donde por la noche se hacía botellón. Y cuando hacía malo, me metía en una cafetería que había enfrente y dejaba pasar las horas, tomando hogareños chocolates calientes, e inmerso en novelas (Cortázar, Saul Bellow, Bret Easton Ellis, William Bourroughs).

Al principio lo veía pero no lo miraba (como si fuera un elemento más del paisaje, mobiliario urbano), hasta que empecé a observarlo, a darme cuenta de que ese banco le pertenecía (como a un lobo sus dominios) y que, mecánicamente, hacía lo mismo que yo: leer. Todo le parecía indiferente. Pero nada le resultaba ajeno. Si lo mirabas bien, por él habían pasado todas las edades. Era un joven envejecido. Tal vez un viudo. Un maduro interesante devenido prematuramente en anciano, un atractivo ya oxidado (pelo cano y ralo, arrugas en una piel de lija blanquecina), gorros de lana y chaquetas gruesas y ocres como su piel.

Era fácil establecer un paralelismo entre nosotros. Como el tiempo es una magnitud relativa, en un abrir y cerrar de ojos pensé que yo sería él dentro de toda una vida (o que él era una versión de mí que había venido deportada desde el futuro). A veces el laberinto de las ciudades nos sitúa delante de espejos vitales, de duplicaciones inverosímiles. Pensé que el final de algo siempre se parecía al principio. El comienzo de la primavera imitaba al final del otoño. Toda una concatenación de azares, experiencias, conquistas y pérdidas para terminar como empezamos: leyendo un libro en la misma zona de Madrid, como si nada más importase. La tentación de averiguar cuál sería su dieta literaria empezó a ser difícilmente soportable para mí. Si él era, en cierta medida, yo dentro de 5 décadas, quería saber qué leería entonces, de qué me alimentaría.

Aquella noche había nevado (casi) tanto como ayer. Bajo aquel edredón, el Johnny (así llaman, desde los años 60, al San Juan Evangelista) parecía una residencia estudiantil alemana, un sitio que albergaría a los futuros físicos cuánticos, y no el bullicioso pero irresistible tinglado español con club de jazz y comedor de colegio. Salí a la calle con el libro que entonces me estaba leyendo, El día que murió Marilyn, de Terenci Moix. Dejando un camino sospechoso de pisadas sobre aquel merengue inmaculado me dirigí al banco. Y allí estaba el viejo. Me senté en una de las esquinas. Noté que me observó con una cierta incomodidad, calibrando por encima de su libro la amenza que suponía yo para su calma dedicación. Era obvio que no estaba acostumbrado a intrusos, que disfrutaba de la soledad. Creí oír un ligero gruñido (aunque puede que fueran imaginaciones mías), pero luego volvió a concentrarse en su lectura, pasando olímpicamente de mí. Entonces me fijé en el libro. No recuerdo el título, pero vi claro el nombre del autor: Corín Tellado.

El corazón me dio un vuelco. La decepción se mezcló de manera extraña con la sorpresa. Yo que me esperaba a un viejo existencialista y sabio, un antiguo comunista o ex-profesor de universidad de literatura contemporánea, tal vez un escritor fracasado o un antiguo periodista, un ex agente del FRAP o de la KGB, quizás alguien que había vivido exiliado en París durante la dictadura, que leería a Camus, a Sartre, a Baroja o Unamuno... resulta que devoraba folletines de amor, como en esa novela de Luis Sepúlveda. Entonces me acordé de que mi abuelo hacía lo mismo. Se sentaba en el sofá del salón de la casa valenciana (amplia y oscuramente burguesa) a fumar tabaco negro (Ducados) y zamparse, una tras otra, novelitas de Corín Tellado. Silencioso, cabreado con el mundo y sin hablarse con mi abuela desde hacía años (esos ásperos matrimonios tan de esa época), aquello parecía lo único que le proporcionaba placer, que lo abstraía.

Estuve tentado de iniciar conversación con él, de saber su nombre, su historia, de oír su voz, que sería ronca o apagada, acogedora o arisca (uno nunca sabe si el vino de crianza estará picado o más delicioso que nunca, con todos los sabores perfectamente fundidos en uno solo). Pero creo que le habría importunado demasiado. La soledad y aquellas historias románticas era tal vez lo único que le quedaba en este mundo. ¿Para qué quitárselo? Pasó el invierno, y el viejo siguió yendo al banco, a leer novelitas de Corín Tellado. Y yo a mi parque y mi cafetería. Llegó la primavera y se esfumó el verano. Siguió igual. El tiempo parecía casi no pasar. A veces, el viejo llevaba un periódico gratuito con el que alternaba lectura novelesca.

Me fui del Colegio Mayor, viví en Alberto Aguilera, en Bretón de los Herreros y en la Calle Princesa. Transcurrió casi una década. Hace un año fui por la zona, por una gestión que no viene al caso. El banco ha desaparecido y en su lugar hay un enorme cartel publicitario que cambia automáticamente de anuncio y afea la esquina con tipos musculados que lucen boxer o coches de última generación. Tal vez, el viejo dejó de ir antes de que le robasen esa esquina apacible de Madrid. Quién sabe. Hoy, con la nieve, me he acordado otra vez de él. Hace un día precioso, perfecto para leer novelas de amor.

3 comentarios:

Ernesto dijo...

Pues no estaría nada mal llegar a viejo leyendo novelas de amoríos. La escena de tu abuelo leyéndolas bien merece un capítulo para una novela. Precioso relato.

Anónimo dijo...

Pues si, te ha quedado realmente bien este relato. A ver si va entrando cierto optimismo y luz y te llega alguien que te quite todas las tonterías con y sin ropa, jejeje. Saludos desde Málaga.

Megakarlos

Kamosisa dijo...

Feliz año a ambos! Pues lo de que me llegue alguien... las puertas están abiertas. A la espera de la persona indicada. El año empezó bien... con un cum laude... y alguna otra cosa. Me voy haciendo mayor, queridos.