Tengo dos catarros.
Uno es somático, es decir, físico, y lo estoy tratando con varios jarabes que horadan mi estómago cual orugas de metal. Sufro accesos de tos en los que parezco estar sometido a un proceso de exorcismo, y mi color es macilento, lo que bajo el sol impenitente de Madrid debe quedar, cuanto menos, très original.
El otro catarro es psíquico y social. Y lo tengo con algunas personas en concreto. Cuando me vine a Madrid, era consciente de que las expectativas que traía componían una fotografía lejana e imprecisa que, en el ajuste con la realidad, sufriría serias modificaciones. Donde creías que había un afecto, bien coloreado como una montaña alta, hay un valle muy profundo y seco. Donde pensabas que había un desierto ausente, hay una cordillera de cariño.
Unos pocos no han aparecido, ni para preguntar cómo me va la vida. Otros no paran de llamar, pensando más en ellos que en mí. El pequeño elefante llama cuando debe: el más joven es el mejor, un portento de intuición.
La cartografía del afecto retrata un panorama diferente al que esperaba, pero tal vez, con la misma altura media sobre el nivel del mar.
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4 comentarios:
Te echo de menos. A veces te echo demasiado de menos.
Y encima pones a Derrida más abajo.
Como para no acatarrarse ...
ese virus que nos asola en forma de amor, lejano, cercano, latitud, altitud.
No como AA. Seguro. No tanto. Pero también.
Lo alucinado de la cartografía del afecto es que sólo es posible llevarla cabo verdaderamente cuando el territorio a ser cartografiado es terra incognita: uno mismo vuelto otro; nosotros devueltos a nuestra otredad. Supongo que, a fin de cuentas, para eso están los amigos. Y los enemigos. Y los amores, los grandes amores, por supuesto.
Un abrazo.
Exacto: la cartografía del afecto es un mapa de un territorio que no existe. De ahí su grandeza, y su miseria.
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