De todos los chicos con los que me he acostado, sin duda A. es uno de los mejores. Lo conocí hace un par de años, una noche que se preveía aburrida en La Nogalera, en Torremolinos. Sin embargo, acabé con él en la cama y, a partir de ahí, nos hicimos amigos.
A. tenía entonces 20 años, y es marroquí. Su español era casi perfecto. Habla español mejor que muchos malagueños, a lo que hay sumar el francés y el inglés. Sin embargo, como mejor está es sonriendo. Es todo ternura. Tiene un físico impactante: alto y muy musculado para su edad, sin nada de grasa, pero con una sonrisa que parece quedarase pequeña en su cara de un niño y la piel suavísima. Dormir con él era todo un lujo, como abrazar una roca envuelta en seda oscura. Ha vivido en varios países, tiene un estatus ciudadano difícil de definir (siempre está arreglando papeles de residencia, arraigo y demás, tan vitales para tanta gente). Se mueve bien en la indefinición: es ágil, física y mentalmente. Tiene la experiencia de un hombre, y la ingenuidad de un chaval. Es irresistible.
Vive casi por la noche, trabaja en bares y discotecas. De día va al gimnasio y busca nuevos trabajos. No se prostituye ni se droga, para esos asuntos es muy musulmán. Pero se largó de casa porque es bisexual y no renuncia a vivir su vida. No piensa volver a Marruecos, aunque se emociona cuando habla de su nonagenaria abuela, que vive en un pequeño pueblo, creo de las montañas del norte.
A. es la libertad, la elección, la acción. Por eso me gusta tanto, y hablo con él a veces, desde Madrid. Su voz suena como un gran chorro de aire fresco, y evoca en mí la promesa de vernos algún día, otra vez, por tierras malagueñas.
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