Un kamosisa iba al trabajo en Metro todos los días. Normalmente, se echaba un poco de gomina y se levantaba el pelo hacia arriba –estilo puercoespín-, se ponía una camisa bonita del Zara, y una cazadora vaquera. Alguna vez, algún amigo le dijo que se parecía a Daniel Day Lewis en “Mi hermosa lavandería”, película que al kamosisa en cuestión le evocaba sueños de amor y noches de pasión que nunca llegaban (aunque no por ello se convirtió en un kamosisa huraño adicto a las canciones de Camela o Emmanuel). Se subía en la parada de Noviciado, hacía intercambio en Canal y de ahí iba hasta Cartagena, donde estaba la oficina. Allí, administrativo de una entidad bancaria, echaba las horas por el váter del futuro a cambio de mil euros mensuales.
Era un kamosisa joven y precario, triste a veces, pero luchador siempre. Normalmente, el kamosisa aprovechaba los minutos de trayecto para leer algún libro que llevaba entre manos: en aquellos vagones había devorado títulos como “Las horas”, “La señorita Dalloway”, “Los tipos duros no bailan” y hasta había llorado con “Los versos del capitán”, que se leyó cuando su pareja kamosisa lo había dejado repentinamente por alguien perteneciente a una especie desconocida que se había encontrado en el cuarto oscuro del Strong Center de Madrid, en la calle Venera (o era Venéreas?).
Pero aquel día no llevaba ningún libro y se dedicaba a mirar las caras del resto de personas, e incluso de otros kamosisas soñolientos. Antes de montarse en el tren, al pasar un vagón, vio a un kamosisa rubio, joven y guapo. Automáticamente, sin razonar demasiado, se subió a ese vagón, siguiendo el tórrido latido de su corazoncito. Y con el mismo lacónico automatismo (ese que ve en la rutina una realidad imposible de atacar, un bloque inabordable) se sentó delante del kamosisa rubio. Advirtió que vendría de juerga, que era de otro país, que vestía de negro, elegante y moderno, y que tenía los rasgos finos y atractivos. Se percató con gracia de que tenía una deformación en la mano que lo convertía, aún más, en un ser de otro planeta, un kamosisa único y poderosamente intrigante. Entonces, lo sorprendió mirándolo, clavando sus ojos en él. Y sonriendo. Hubo palpitaciones rápidas, respiraciones intensas y colores subidos a las mejillas. Y ambos kamosisas, el español y el extranjero, el que empezaba el día y el que terminaba la noche, se rieron y se pavonearon, desplegando todas las plumas que ni ellos sabían que tenían. Si alguien presenció aquel espectáculo de seducción universal, debió pensar que aquel par de mari-ka-mosisas hacían el ridículo. Pero lo cierto es que ellos no se hubiesen enterado, ni les hubiese importado. Sólo tenían ojos para sí.
Y a la siguiente parada (Canal, donde habrían de hacer trasbordos), salieron del vagón, y se pusieron a hablar, nerviosos, balbuceando idiomas y retorciendo palabras de amor.
- ¿De dónde eres?
- De Holanda. ¿Tú?
- De aquí., bueno de... de aquí vaya..
- Eres muy guapo...
- Gracias... Tú también.
- ¿Cómo te llamas?
- X, ¿tú?
- XII... Encantado... Estoy de visita con mis padres, en un hotel... Dame tu teléfono y te llamo hoy o mañana.
- Por supuesto... aquí tienes -garabateó su móvil en un pedacito de cualquier papel-... Me gustaría verte, en serio.
- Nos veremos, porque pasado mañana me voy. Si puedo, te llamo antes.
- Entonces debemos vernos, fijo. No tendremos otra ocasión. Será nuestra última oportunidad.
- No seas tan drástico. El Metro sigue aquí. Y sigue circulando. Y Holanda, mi país, seguirá en pie. Las cosas duran.
- Pero hoy es el último hoy que existirá para nosotros dos. Y es irrecuperable. El Metro seguirá circulando, las paradas serán las mismas, pero con otros kamosisas, que se mirarán... o no, como dice Rajoy, y nada será igual. Ya no estaremos tú y yo en ese vagón, ¿comprendes?
- Es verdad... Nada permanece. Panta rei.
- No sé quién eres. Pero llámame y nos fugamos de la realidad durante unas horas. Seremos cómplices de una misma estrategia fatal, de un crimen perfecto.
- Si no volase tan pronto...
- Debo irme. Mi trabajo de ETT me espera.
- Te llamaré. Pero...
Los dos kamosisas, el español y el holandés (aunque los kamosisas no tienen nacionalidad, su única patria válida es una casa casi sin amueblar y con decoración militar) se besaron en aquella estación de Metro, nerviosos, excitados, inexpertos, sin importarles ser vistos, quemando el único chispazo que aquel cruce fugaz de destinos les depararía. Porque cogieron trasbordos distintos, y nunca más se volvieron a ver. Y así termina esta pequeña historia de un kamosisa que trabajaba en unas oficinas bancarias de la zona de Avenida de América en Madrid, mientras terminaba su carrera universitaria. Pudo haber significado mucho en su vida, pero no fue nada. El caos barajó su vida en otra dirección, repartió otras cartas.
Llegaron otras estaciones y otros kamosisas. Pero hoy, recordó aquel vagón de Metro y aquellos besos en el andén a primera hora de un duro día de trabajo.
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